Queda el vacío y me agarro a él como si fuera tu cintura. El último resto que confirma tu existencia. Un agujero negro que ha crecido entre mis costillas. Una fila de hormigas hacendosas que lían y deslían, una y otra vez, un ovillo de desasosiego.
Tal vez sienta, también, algo de alivio, las rodillas están dejando de sangrar con el paso de las horas.
Es un descanso que te agota, similar a cuando permaneces muchos días en cama con fiebre alta, y de repente piensas que mejoras y te levantas, pero no puedes con el peso del cuerpo, lo arrastras y tiras de tu sombra, que es un bloque de hormigón. No creo que pueda seguir o quizá, no quiero saber que sí puedo hacerlo.
Es curioso cuanto puede pesar la nada. ¿Qué pesa más un kilo de paja o un kilo de hierro? Da igual, siempre pesa más lo que no se tiene, no importa el material que sea. No me quieres, no estás. Una tonelada de ausencia.
Pienso en todo lo que puedo hacer para rellenar el hueco, se lo pregunto a esa pared que se ha convertido en el muro de las lamentaciones de un piso ateo en el centro. Aceptar, asumir y continuar… Recuerdo: no olvidar, no olvidar, no olvidar.
Juego al pinball con todas las preguntas que hubiera querido hacer y no he sabido. Las lanzo con un tirador neumático, espero a que se estrellen contra el luminoso donde pone «respuesta». Explicaciones que busco dentro de mí o entre estas cuatro paredes, pero rebotan en el fondo blanco y se cuelan por el agujero, como si nada. Las barajo, revuelvo entre las pocas palabras tuyas que guardo en la cinturilla del pantalón. Todo es igual, nada es lo mismo.
¿Cuántas veces se puede tener la misma conversación y sentir como si cada una de ellas fuera la primera? ¿Mil, cien, un millón? Todas las que sean necesarias hasta que el resultado sea el deseado, tu mirada sujetándome y una mano que me hable, que me diga: «ven, quédate conmigo», una caricia que huela a bolero y a whisky, a tabaco secado en la orilla del mar.
Me toco la cara y la vida se rompe entre lo que no se escucha y lo que se calla.
Me alejo para seguir creyendo, mi fe tiene presbicia, ve mejor en la distancia. Rezo. Le ruego a esas cuatro hojas que palidecen frente a mí, que se encuentran como yo, anestesiadas, que vengas a buscarme de palabra u obra, sin omisión.
Me invento una plegaria solo por el placer de dibujarla por tu cuerpo, pero mi Dios es soberbio y cabezota, no se deja tentar por un mantra recurrente que solo me salva a mí. La verdad solo redime a quien la aguarda, a quien la recibe, si no hay verdad no hay esperanza.
Cierro los ojos para sentir tu cuerpo, pestañeo sobre tu espalda y una gota perdida pone el punto sobre la “i”. Yo lo borro con los labios.
Publicaciones y libros de la autora.
Una preciosidad, Carolina
Gracias, Carlos. Me alegra mucho que te guste.
Tus palabras son imágenes que se mueven y sienten. Eres genial. Disfruto leyéndote.
Muchas gracias.
Mil gracias, Catalina. Disfrutar es el mejor resultado de cualquier cosa. muchas gracias, de verdad, por tu comentario.
Mil gracias, Catalina. Disfrutar es el mejor resultado de cualquier cosa. muchas gracias, de verdad, por tu comentario.