Platón dijo que a los hijos hay que darles raíces y alas. Dos Milenios y pico después, Juan Ramón Jiménez, que por supuesto había leído a Platón, dijo: “Raíces y alas, pero que las alas arraiguen y vuelen las raíces a continuas metamorfosis…”
Nada puedo añadir en síntesis a semejantes pensamientos, porque salen evidentemente de dos genios; esos que con pocas palabras lo dicen todo. Pero lo que sí puedo es hablar de mi historia personal; no en detalle, claro, sino de forma que desahogue en palabras lo que por dentro siempre me ha impelido a SER y a NO SER.
En ese sentido, decir que suelo “renegar” a veces de lo propio. En ocasiones, me cuesta alabar la belleza de la ciudad donde vivo y que me vio nacer. Cuando me enoja como la tratan o gestionan otros, la llamo “este pueblucho” usando de la sinrazón, a pesar de ser una ciudad milenaria y con tanta o más historia que cualquiera de las más importantes ciudades de España.
En apariencia, no se ve en mí algo que evidencie querer parar, quedarme donde estoy y considerar que mi andadura vital ya es suficiente como para reinventarme; pero lo cierto es que en el fondo ese “reinventarme” es pura fachada.
Me siento prisionera de esta tierra y de mis costumbres, cuando me alejo siempre estoy deseando volver. Creo que me pasa con todo igual…La verdad es que amo tanto esta ciudad y esta casa que me duelen.
Además, hay otra cosa y es: que soy muy egoísta; lo propio lo quiero sólo para mí. Caminar mis calles, mis puentes, pasear por las orillas de mi río, disfrutar de lo “mío”; no como algo que me pertenece, sino como algo a lo que pertenezco. Cuando disfruto de ello, no quiero interferencias foráneas, me molestan los turistas y sus guías hablando de lo que no aman, ni conocen.
El amor ata y ata tanto que moja las alas. J.R. Jiménez tenía razón, las alas deben transformarse en raíces y las raíces en alas; para volver al origen como la mariposa desde la oruga. Rilke dijo: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Sí, sólo la infancia nos configura de verdad, eso lo saben bien los psicólogos y los psiquiatras.
Si no se resolvió la infancia, no se resolvió nada de lo importante.
Mi infancia fue feliz, en el sentido de que me protegieron y me amaron mucho. Siempre fui el centro de atención de la familia. Ellos me miraban como a un tesoro y eso, ahora lo comprendo, hacía que me sintiera por debajo de sus expectativas, no merecedora de tanto amor.
Cuando mi padre, mi abuelo, mi abuela y, pocas veces, mi madre, hablaban de mí a otras personas, hacían que me sintiera avergonzada, porque me ensalzaban mucho y eso me daba ganas de gritar: ¡Qué yo no soy así, qué no valgo tanto!…
Curiosamente, aunque no presumo de mis hijos ante los demás, lo cierto es que no lo hago por no parecer presuntuosa, pero, en el fondo, me he dado cuenta de que a los hijos se les quiere de tal manera que si tienen defectos los padres los transformamos en virtudes. Para mí, como para cualquier madre o padre (sé que subjetivamente), no hay otros mejores que mis hijos.
Debe ser que nuestro “paleo cerebro”, nuestros instintos, aquello que arrastramos generación tras generación, nos obliga, para salvaguardar los genes y con ello a la especie, a sentir un amor desmedido por nuestros preciosos retoños.
Esto que he dicho sobre mi familia y sobre la herencia genética, partiendo de que la infancia es la patria, viene a colación de aquello que, después de a mis hijos, más amo en la vida; la LIBERTAD. Esa cosa que te alienta a SER lo que quieras SER, sin perspectivas ajenas, sin sentir que eres una estafa que defrauda a aquellos que te han moldeado o tratado de moldear a su imagen y semejanza.
Me ha costado mucho reconocer que el que a mis padres y abuelos no les apeteciera que yo me alejase de sus vidas, era algo natural. Lo que ya no era tan natural fue mi falta de valentía, de rebeldía…; aquella congoja que siempre me asaltaba cuando estaba lejos de mi familia y de mi casa, siendo adulta.
Ahora, ellos ya no están y, precisamente ahora, se me han instalado una especie de imanes en los pies que me atraen hacia este lugar, sin que tenga verdaderas ganas de vivir en ninguna otra parte. Muchas veces me digo a mi misma y a los demás que quiero alejarme cuanto antes de aquí, que estoy deseando jubilarme para nunca más volver…De sobra sé que eso es una tardía rebeldía que ya no me corresponde.
Sí, no me queda más remedio que amarte, mi preciosa ciudad, mi manso y brillante río, mis piedras milenarias, mi luz, la de esta preciosa tierra…Voy a alejarme de vez en cuando de ti, pero sólo porque necesito echarte de menos.
RAICES Y ALAS, AMBAS COSAS SON NECESARIAS; ALAS PARA ALEJARSE Y RAICES PARA VOLVER AMANDO.
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