La mentira como estrategia requiere de una dosis de hipocresía considerable, hasta tal punto que el mentiroso tiene la necesidad de autoconvencerse de que a través de la mentira se llega a lo sublime. Ya no se trata solo de expandir noticias falsas para desprestigiar al adversario, se trata de mentir sin ambages, sin rodeos, dejando la sutileza en el cajón y yendo a por todas.
Para ello, se requiere de un esfuerzo mental considerable, tanto por el que profiere la mentira como por aquellos que deben procesarla, tanto por los que deben incorporarla a su discurso habitual, como por aquellos que tienen que argumentar en contra, porque su único objetivo es la propaganda y aunque algunos se dejen embaucar a sabiendas, deberían saber que toda mentira está basada en el fraude.
En este contexto no sería de extrañar que en algún momento veamos a algunos de nuestros próceres con un embudo en la cabeza y tocando la trompeta, porque es complejo, desde un punto de vista psicológico, mantener la coherencia ante tal cúmulo de falsedades. Sin embargo, lo más pernicioso de este hábito es que aquellos que lo padecen y aquellos a quienes contaminan terminan por ignorar la verdad y que podría conducirle a una neurosis narcisista, porque como consecuencia del desequilibrio intelectual que produce la reiteración de la mentira cada vez tiene menos recorrido un discurso creíble y obliga a tener que seguir mintiendo para alimentarlo.
La lealtad a la verdad que debía ser un axioma en la vida pública se convierte sin embargo en una virtud por su ausencia en los discursos populistas y esta inmersión en la posverdad, esta distorsión de la realidad está creando escenarios distópicos, con un público cada vez más propenso al analfabetismo funcional ante la imposibilidad de procesar los discursos basados un argumentario fraudulento.