HIJOS DE LA GRAN BRETAÑA

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Cuando se han roto las solemnes promesas de prosperidad, cuando se pierde la esperanza de la justicia y encima se ríen de uno en la cara, no hay que sorprenderse de que la gente se ponga farruca.

Por razones personales que no consignaré en este foro, he pasado varias semanas del mes de diciembre en el Reino Unido, a las afueras de Londres. No precisamente en un cottage de la campiña de Kent, sino en el corazón de un suburbio (en los dos sentidos de la palabra: el español y el británico) de la capital, separado de ella por 45 minutos de tren… y 12.000 libras de diferencia de ingresos per cápita. Chatham habla a través de sus indicadores socioeconómicos: un desempleo (si bien bajo, comparado con los estándares españoles) por encima de la media, ocupaciones manuales de poco valor añadido, absentismo escolar elevado, alta tasa de obesidad, y un porcentaje de población blanca muy por encima del de Londres, que ya no es una ciudad inglesa, sino una aglomeración urbana multicultural.

Pero si hubiera que definir con una sola palabra el estado de esa ciudad deprimida, sería muy fácil encontrarla: basura. Basura por todas partes. En las monótonas avenidas de casas victorianas (en un tiempo seguramente arregladas y cuidadas con modestia y mismo, pero hoy desvencijadas por la falta de mantenimiento), se acumulan bolsas de desechos sin recoger, muebles destrozados, colchones usados y carritos de la compra repletos de restos de comida. El abandono de la ciudad por parte de sus autoridades municipales se acompaña por uno aún peor: el abandono íntimo de sí mismos, la inercia resignada a una vida de pobreza en la que el decoro, esa satisfacción pequeño burguesa, ha desaparecido bajo años de descenso a los infiernos. Chatham fue, hasta los años 80 del pasado siglo, una pujante ciudad industrial, en cuyos astilleros la Royal Navy construía muchos de sus buques. En aquella década maldita se tomó la decisión de cerrarlos: el desempleo se disparó, así como el alcoholismo y la drogadicción, porque nadie se ocupó de buscar en un futuro distinto para la zona. ¿Les suena? Hoy, en su barrio más deprimido, los vecinos han renunciado a su condición de ciudadanos, aceptando y hasta abrazando la degradación de su entorno.

Entre las grandes economías del mundo desarrollado, el Reino Unido es la que presenta mayores desigualdades regionales: el PIB de su capital representa más del 22% del total nacional, aunque solo tiene el 12% de la población. La globalización permitió a Londres alzarse en la segunda plaza financiera del mundo. Pero al mismo tiempo un 30% de su población vive en la pobreza, conviviendo (en espacios separados, por supuesto) con la masiva llegada de millonarios árabes, rusos, indios y chinos que han terminado por acaparar el mercado inmobiliario y expulsar a cientos de miles de personas de la ciudad, incapaces de costearse una vivienda digna. ¿Les suena? El Gran Londres es un país en sí mismo, ajeno al devenir del resto de las regiones, que absorbe capital humano por las mañanas, lo convierte en valor añadido de su inmenso sector de servicios, y lo vomita por las tardes desde las estaciones de Victoria, Liverpool Street, Waterloo o London Bridge.

El oropel y el refinamiento de las tiendas, el carácter «chic» de tantos barrios que todos recordamos por las películas, las construcciones imperiales y el bullicio de los distritos teatrales y bohemios se van diluyendo, de regreso en el tren que me lleva a Chatham atravesando la campiña inglesa, cenicienta y triste en esta época del año. Leo «La tiranía del mérito», un lúcido análisis de Michael J. Sandel, mientras el lujo de Chelsea y Kensington va quedando atrás y el ferrocarril atraviesa, en la lúgubre oscuridad de las tardes de diciembre, un reguero de ciudades monótonas y sucias, rebosantes de un aburrimiento de siglos que los parroquianos solo pueden enjugar en el pub. Los ingleses se refugian en sus casas y mastican doblemente su orgullo perdido: el del país que fue y el de la clase social a la que pertenecieron. La working class que consiguió el primer sistema nacional de salud del mundo, hoy quebrado, rumia ahora su fracaso con una taza de té o una pinta de cerveza, ruge en los estadios de fútbol cada fin de semana y maldice a los inmigrantes, tanto a los que vinieron a levantar el país tras la guerra, hace sesenta años, como a los que llegan ahora en los bajos de un camión o en pateras, cruzando el Canal de la Mancha y que son, por supuesto, los culpables de todo.

En Chatham la promesa de un contrato social justo, de una vida digna a cambio de un trabajo, se rompió hace muchos años, en nombre de la eficacia, de la productividad y del comercio global. Londres supo navegar entre el marasmo industrial agarrándose al salvavidas de la industria financiera y a la broma macabra de la meritocracia, pero el resto del país (o al menos esta zona), se llena de moho y óxido, como otras tantos lugares del antiguo mundo industrial europeo y norteamericano. En Chatham solo recogen la basura una vez a la semana;  quizás por eso votaron masivamente a favor del Brexit. En Chatham la vida es triste y desangelada; quizás por eso ya no se hacen demasiadas ilusiones con la democracia y votaron a un bocazas rubio que decía lo que ellos querían escuchar. En Chatham las vidas languidecen junto al desindustrializado río Medway, en medio de la desilusión y el abandono, y quizás por eso, el nacionalismo inglés (que no británico) alza sus banderas blancas y rojas en los jardines destartalados, como si el pasado fuera ya un último refugio. Si la revolución no es posible (que no lo es), al menos finjamos que el león inglés todavía ruge. Otra cosa es cuánto pueda durar esa fantasía en sus corazones, y qué pasará cuando las mentes descubran que no hay futuro escrito para ellos.

Dicen que lo mejor para conocerse a uno mismo es mirarse en los rostros de los demás. Las señales están ahí. Allá cada uno si no quiere verlas.

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