ESTÁN LOCOS, ESOS INGLESES. Y NOSOTROS TAMBIÉN

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Que coman alubias con tomate para desayunar no les hace tan diferentes de nosotros.

 

En estos días de triste verbena, propongo que nos detengamos un momento a pensar en la razón de los males que aquejan a nuestras democracias occidentales, más que en los males en sí mismos. Puede parecer, en este sentido, que no hay nada más alejado de nuestra cultura política que el sistema constitucional británico, y que no sería el mejor de los ejemplos. Y sin embargo, la lectura del libro “Un fracaso heroico. El Brexit y la política del dolor”, de Fintan O’Toole nos permite, a través del análisis de las similitudes, y también de las evidentes diferencias entre ambos países, trazar unos cuantos ejes por los cuales discurren los razonamientos de los ciudadanos británicos, españoles, y seguramente, de muchos otros países occidentales. El Brexit es, y al mismo tiempo no lo es, una boutade nacional que en el resto de Europa estamos replicando de manera diferente; pero las pulsiones son, de alguna manera, las mismas, y todas ellas vienen provocadas por las fracturas de unos relatos que en su momento dieron estabilidad al comportamiento de los electores.

La primera de ellas es eminentemente histórica, y habla del papel de ambos países en el mundo: tras ganar la II Guerra Mundial, el Reino Unido sufrió un duro golpe económico que lo situó a la cola de la recuperación de los países europeos, viviendo la paradoja de que los perdedores y los países que fueron ocupados (especialmente Alemania) lo sobrepasaron en pujanza y optimismo, dando al traste con el relato de la nación que sostuvo, en solitario, la llama de la libertad. El desmoronamiento del imperio y la llegada masiva de inmigración africana y caribeña para reemplazar la mano de obra perdida en la guerra, contribuyeron a crear en el subconsciente de muchos británicos la imagen paradójica de una nación derrotada. En España, nuestra guerra civil, librada contra nosotros mismo, no fue capaz de sintetizar una narrativa común y positiva, sino que, por el contrario, sigue alumbrando visiones contrapuestas y alguna cínica equidistancia. Se llega así, por caminos diferentes, a una placentera autocompasión de diferentes segmentos de la población: en el Reino Unido, fundamentalmente entre los ingleses, y en España, a la vez en las élites conservadoras y en numerosos catalanes. Todos ellos comparten el mismo sentimiento: un profundo sentido de agravio y un profundo sentido de inferioridad. “Nos odian porque somos mejores”, se dicen todos. Como explica O’Toole, uno se puede sentir al mismo tiempo horriblemente tratado y terriblemente imponente. El resultado final es un nacionalismo de suma cero que, necesariamente, debe encontrar un culpable.

Estas visiones pesimistas fueron, en su momento, contrarrestadas por el dique que supuso la construcción del Estado del Bienestar, una de las grandes contribuciones británicas a la historia del siglo XX. Gracias, por ejemplo, al Sistema Nacional de Salud, muchos ciudadanos del Reino Unido experimentaron una mejora en sus vidas mucho mayor de la que había supuesto la acumulación de colonias durante la etapa imperial, y representó para ellos un nuevo motivo de orgullo y de narrativa nacional. En nuestro país ese Estado del Bienestar llegó tarde y mal, y nunca llegó a alcanzar las dimensiones redistributivas de los demás países europeos. Pero nadie duda del impacto positivo que tuvo al facilitar la movilidad social de numerosos miembros de las clases bajas y medias bajas hacia posiciones más favorecidas gracias a la educación o al sistema de pensiones. Con el tiempo, la Revolución Conservadora de Thatcher terminó desmantelando el Welfare State, y la oleada neoliberal y desreguladora que produjo acabó por llegar también a España. La crisis financiera de 2008 y la respuesta inmisericorde de los gobiernos europeos, empezando por el español, provocó el desvalimiento de numerosas capas de la sociedad. La promesa de un Estado protector a cambio del religioso pago de impuestos, que había contribuido a generar una amplia clase media y, en gran medida, soterrar las tensiones nacionales e históricas sin resolver, se vino abajo delante de nuestras narices. Quedamos, como nuestros amigos británicos, a los pies de los caballos, incubando un hondo malestar que de alguna manera tenía que estallar.

A esta fractura social se ha añadido una generacional que ha funcionado de manera completamente distinta frente a la misma situación: los británicos del baby boom que habían disfrutado del Estado del Bienestar frente a las nuevas generaciones que, libradas a su suerte, habían nacido en entornos sociales degradados y desindustrializados (porque el Reino Unido no es solo Londres) y en España, los boomers asentados y con vivienda propia, que han sobrevivido, mal que bien, a la crisis, y deben sufragar a los jóvenes que, tras la crisis del 2008, se han visto privados del derecho constitucional a la vivienda y viven una existencia precarizada. En el primer caso, los nostálgicos británicos del welfare state optaron por la ruptura, y en el segundo, los baby boomers somos los últimos mohicanos del bipartidismo. La idea de un futuro, en cualquier caso, ha desaparecido de nuestros escenarios, y si surge es para imaginar uno peor.

¿A quién culpar cuando te sientes una nación derrotada? Las respuestas son diversas, pero todas tienen un elemento en común: la incapacidad de las élites para reconocer su fracaso, y la necesidad de encontrar un culpable. “Los profundos problemas de la división de clases y la división geográfica o la creciente pobreza y desigualdad no pueden ser culpa suya. Tienen una excusa para todo y no pueden ser responsables de nada”, expone O’Toole. Esta combinación explosiva (la sensación de ser naciones derrotadas a pesar de los enormes méritos contraidos, la añoranza de un pasado mejor o la rabia por no haberlo siquiera conocido), ha producido un fenómeno denominado “sadopopulismo”, y que consiste, básicamente, en inflingirse daño a uno mismo si a cambio eres capaz de producírselo también a quien consideras responsable de todos los males.

En el Reino Unido ese culpable ha sido la Unión Europea. El gran misterio del Brexit es “el vínculo que creó entre la revuelta de la clase obrera, por un lado, y la autoindulgencia de la clase dirigente por otro”. Europa (que no es precisamente una monja de la caridad o una comuna socialista: véase el daño ocasionado a los países del sur) se erige en el chivo expiatorio de un problema fundamentalmente local, y que permite, además, enarbolar la bandera de la revolución a quienes fueron, precisamente, los culpables del desastre. Poco importa que el Brexit tenga consecuencias negativas para todos si, a cambio, podemos seguir comiendo patatas fritas con sabor a cóctel de gambas (sic). En España, este camino fue emprendido, en primer lugar, por las élites catalanas que, tras una desastrosa gestión económica de la región, emprendieron una huida hacia adelante cuyas consecuencias vivimos todavía hoy. El Procès no es más que la conveniente canalización de un descontento hacia vías menos peligrosas para las élites, mediante la identificación de un enemigo proceloso y expoliador: España. La respuesta de las élites madrileñas no fue menos espeluznante, y el nacionalismo español ha terminado por invadirlo todo con un relato anti-inmigración, anti-catalán y anti-todo que tiene tintes de revuelta, que ha sido abrazado por amplias capas de la sociedad, y fundamentalmente por los jóvenes (también los de los barrios desfavorecidos). Pero el objetivo es el mismo. Se quebró un modelo de sociedad, la pérdida de un nivel de vida que, en términos reales, aún no se ha recuperado desde 2007 y que fue producido primero, por una burbuja especulativa incontrolada y, después, por el saqueo de las clases medias y bajas para el rescate de las finanzas públicas y, sobre todo, privadas (el rescate a la banca, que pagamos entre todos, jamás nos será devuelto). Todo ello está adecuadamente sepultado en el fango del nacionalismo. Del 15-M no queda nada, y sus acólitos caben en el bar de Pablo Iglesias.

El problema, concluye O’Toole, es que la realidad se encarga de deshacer los delirios y las ensoñaciones de “Recupera el control” como papelillos mojados que se deshacen en las manos. La gestión del Post Brexit estaba condenada al fracaso porque, en sí misma, era una decisión equivocada. Era la alianza entre los que no tenían nada que perder y los que, pasara lo que pasara, no iban a perder nada. Ahora se ve que el país está paralizado, sumido en una depresión económica y moral, y amenazado por el rampante nacionalismo… inglés. El Reino Unido está más desunido que nunca. Y por supuesto, los que tenían algo que perder lo han seguido perdiendo. El Procès, por su parte, se desvaneció en el mismo momento en el que se materializó, dejando tras de sí (falsas) ilusiones perdidas y un reguero de dolor, enfrentamiento y mala gestión.

Desconozco, en el momento de escribir estas líneas, el desenlace de los acontecimientos que han tenido en vilo a nuestro país durante la última semana. Pero si el nacionalismo español piensa que con su cainismo ha obtenido algún tipo de victoria, está igualmente equivocado. Porque el enemigo, realmente, era otro. Lo cual no quita, claro, que estemos dispuestos, como lo están los ingleses, alemanes, franceses, italianos o norteamericanos, a seguir produciéndonos autolesiones. Porque el hacerse daño a uno mismo, para una mente infeliz, es una forma de amor. Previa al suicidio.

 

 

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2 COMENTARIOS

  1. El procés ha demostrado ser una huida hacia adelante sin ningún futuro. Como muestra todas las empresas que abandonaron Cataluña y que con muchas reticencias están empezando a regresar, si lo hacen. Los catalanes están más preocupados por su día a día que por delirios independentistas que solo traen odio y confrontación.

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