Es habitual hablar, oír hablar, de la pérdida de valores, de la evolución negativa de la sociedad en cuanto a los valores, pero no suele que ser más que un discurso genérico que no entra en otra comparación que la de sociedad pasada versus sociedad actual, que equivale a un ejercicio de nostalgia que no conduce a especiales conclusiones, aunque suele alcanzar un consenso fragmentado según los sectores de edad que lo perpetran.
Pero es mucho menos habitual, desgraciadamente, entrar en detalle en el análisis de comportamientos sobre valores concretos, en la reflexión sobre actitudes cotidianas que muestran una anomalía ética generalizada.
Seguramente todos estaremos de acuerdo en que la justicia es, en cualquiera de sus facetas, un valor básico a la hora de construir una sociedad evolucionada. Da igual que hablemos de equidad, de libertad o de fraternidad; sin que la justicia esté garantizada, ninguna de esas virtudes puede aposentarse en las relaciones sociales, ni ninguna evolución social tiene cabida. Y sin embargo, seguramente la justicia es uno de los valores peor tratados socialmente, más cuestionados a nivel colectivo, y más ignorados a nivel individual.
Dos son los grandes enemigos de la justicia en el momento en el que la autojustificación individual, la incapacidad de de autocrítica real, la arrinconan en nuestras relaciones colectivas: la ética comparativa, y la razón personal.
Respecto a la ética comparativa, esa perversión de la ética por la que todo está justificado si otro ha hecho lo mismo, lo que equivale, básicamente, a que todo comportamiento es siempre justificable, por muy perverso e injusto que sea, ya que siempre habrá alguien que lo haya hecho peor, y que se usa tanto a nivel individual, como colectivo – es especialmente indecente su uso político como mecanismo para evadir responsabilidades- creo que lo he mencionado sobradamente en diferentes artículos anteriores.
Pero si algo cuestiona a la sociedad, si algo la hace intolerante, injusta, inclemente, es el ejercicio permanente de los individuos, y su necesidad, de detentar la razón, de imponer su razón.
Veamos. Cuando dos personas difieren en su apreciación sobre las circunstancias y conclusiones de un conflicto que los enfrenta, ¿cuál es el argumento que se invoca? ¿la justicia?, no, lo primero que cada uno de los individuos invoca es su razón individual, llevando la defensa de esa razón hasta el chantaje emocional, o la amenaza represiva. No importa el acuerdo, no importa la justicia, no importan los daños, o las consecuencias, lo único que importa es que la razón personal se imponga sobre la razón personal opuesta.
Y en este planteamiento, en esta forma de resolver las cuestiones, la justicia es solo un argumento, es solo una referencia que se exhibe como forma de fundamentar una defensa sobre la cuestión en litigio, pero que ni se busca, ni garantiza la resolución. De hecho, si el conflicto se resuelve, cuando se resuelva, la razón que se haya impuesto marca una frontera entre la razón que se impone y la razón que se pierde, que ni sana, ni se acepta de buen grado por el perdedor. No importa si la justicia ha sido restituida, y en eso la legalidad es profundamente culpable, o si simplemente ha sido restañada, habrá un ganador, profundamente satisfecho, y un perdedor que nunca aceptará plenamente lo sucedido.
Si, efectivamente. Es preocupante que la razón individual, la percepción individual de un conflicto, tenga para los individuos mayor valor que la búsqueda de la justicia en su resolución, y que esa percepción individual nos lleve a quiebras sociales, a rupturas relacionales, a fracasos emocionales, que lastran la posibilidad de consecución de una sociedad en la que la justicia, la de verdad, no esa farsa que supone una legalidad plagada de componendas de poder, racaudatorias, ideológicas, y que llamamos pomposamente justicia, sea el valor primero sobre el que fundamentar una sociedad de futuro.
Por supuesto, yo, y usted, todos, cuando nos enfrentamos a un conflicto, siempre creemos tener todas las razones de nuestra parte, llevar la razón, pero, si hacemos un breve ejercicio de humildad –porque la humildad existe, aunque solo sea como concepto invocable-, de reflexión profunda, íntima, no reconocible en voz alta, acabaremos conviniendo que nadie puede, estadísticamente, tener toda la razón del mundo. Bueno, salvo, tal vez, los cuñados.
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