Creo que no te lo había dicho nunca, estoy seguro, así que quiero que mi posición quede clara; no voy a hablar sobre la guerra, no quiero hablar de muertos, de invasiones, de geopolítica o de bandos, no me interesa, no me motiva, iba a decir que no me conmueve, pero sería una falacia, una simple frase ¿a quién no le conmueven los muertos inútiles? ¿A quién no le conmueve el sufrimiento itinerante? ¿A quién no le conmueve la mentira permanente?
Me conmueve la capacidad del ser humano para entregar el poder sobre su destino a los mayores depredadores que se encuentra en su camino, su capacidad para identificarse con ellos, con su inmoralidad manifiesta, y ser capaces de incurrir en falacias tan evidentes como las ideologías, las religiones, los nacionalismos, la ética comparativa, para justificar una situación injustificable. Me conmueve hasta la rabia, hasta la desesperanza, hasta la incredulidad de la cobardía de callar, de aplaudir o de considerarse parte de una manada cuya sed de poder es la única razón del dolor que causan. Me conmueve hasta la conmiseración que pueden producir unas marionetas en manos de unos dementes.
No, insisto, no quiero hablar de la guerra. No quiero hablar de agresores y agredidos. No quiero echar la vista atrás, o a un lado, o a otro, para justificar por comparación la vileza de una acción, y convertirme con ello en cómplice de unos, u otros, en cómplice de intentar considerar que en una guerra hay inocentes y culpables, buenos y malos, justos y opresores, listos y tontos, porque en ese momento seré un ser tan abyecto, tan miserable como ellos.
En la guerra hay muertos, unos por su propia estupidez, otros por estupidez ajena, la mayoría por la maldad congénita de ciertos poderosos, que juegan sus jueguecitos de estrategia en tableros de nivel planetario con fichas que sangran y que una vez eliminadas guardan sin recato, sin respeto, en unos estuches que se llaman fosas comunes.
Pero si algo me enerva tanto como la guerra, de la que no voy a hablar, o especialmente dentro de ella, es el matonismo, la bravata que pretende ser intimidatoria, la que es capaz de jugar con el sentimiento, el miedo, la inseguridad de millones de personas que asisten impotentes a la amenaza sobre su destino sin entender por qué este está en las manos equivocadas. Sin entender cuál es su responsabilidad en un orden que han consentido con su actitud de intentar delegar en incapaces, en mediocres, en ambiciosos, en delincuentes, su vida, la deformación de una sociedad, de un sistema, que se alimenta desde la confrontación, que vive del enfrentamiento, del odio, de establecer las diferencias para hacerlas luchar entre ellas.
Tal vez, vista la impunidad con la que se desenvuelven la mayoría de los gobernantes de este planeta, vista la incapacidad de reacción popular contra ellos cuando esa reacción aún puede ser efectiva, ya sea tarde, y ese holocausto con el que los matones nos amenazan sea no solo inevitable, si no una salida a una sociedad absolutamente desquiciada, a un sistema que solo contempla la explotación de la mayoría, por la minoría, sea esta económica o ideológica. Tal vez el tiempo de esta civilización insolidaria, explotadora del planeta sin medida ni recato, ciega de acaparación y poder, esté llegando a su fin, aunque este pueda ser terrible, innecesariamente cruel y destructor, como lo es el sistema que hemos permitido crear a los peores de entre nosotros. Tal vez ha llegado la hora de pagar la cobardía en la que nos hemos instalado delegando nuestras responsabilidades en irresponsables de mente incierta.
Tal vez. Mientras tanto seguiremos escuchando como desde un lado, desde otros, desde demasiados puntos como para que la salvación sea un hecho, personajillos ávidos de poder a costa de lo que sea, amenazan nuestra supervivencia sin que seamos capaces de sentir otra cosa que miedo, el mismo miedo que nos ha llevado a darles cada día más poder en aras de una seguridad que nunca nos dieron, de un confort que nos están vendiendo, de unos derechos que nunca han sido realmente nuestros, solo un préstamo interesado de un sistema que los cede para su supervivencia.
Ya vivimos esta situación en los años sesenta, ya vivimos esta psicosis de muerta masiva, de destrucción impune, con los mismos protagonistas, con las mismas amenazas, con los mismos medios para llevar a cabo sus designios, y estuvimos varias veces en el filo de la navaja. Y el filo de la navaja, cuando menos se espera, corta.