En su ensayo, titulado “Walden, la vida en los bosques”, Henry David Thoreau se refería a las ramas de los árboles en invierno como a una especie de brazos musculosos que brotaban del tronco.
Yo me enamoré de ese ensayo hace casi cuarenta años. Jamás he leído a nadie que sienta o haya sentido tanta pasión por la naturaleza como Thoreau. Esos músculos de madera de los árboles de hojas caducas, a los que hago referencia en el título de este artículo, son los que dejan pasar la luz del sol en invierno, son los que se quedan desnudos de su vestido de hojas para que éstas puedan alimentar el suelo donde brotes nuevos crecerán al lado del árbol viejo. La vida siempre se renueva, se abre camino, encuentra la forma de ir dando el relevo.
Es por eso que me encanta esta época del año, ya Noviembre; mi mes preferido. Cuando sale el sol por un claro con el cielo lleno de nubes, es un espectáculo increíble, y si lo hace después de haber llovido ya sabéis: ese majestuoso Arco Iris que crea magia en el paisaje repleto ahora de todos los tonos de ocre y verde. Parece un cuento de hadas por lo bucólica que es la experiencia; pero la realidad siempre supera a la ficción, sólo hay que abrir los ojos a la belleza.
Noviembre con el dulce aroma a castañas asadas, higos, nueces…; todos los frutos que se degustan delante de una chimenea de leña, con un chupito de licor de bellota, en una tarde fresquita y tranquila; en medio de la naturaleza. ¡Qué recuerdos! Cuantas cosas sencillas son simplemente divinas; es el lujo del que disfrutan quienes saben vivir.
Sin la naturaleza cerca de mí no soy capaz de estar tranquila, serena, feliz…; me da tanto una planta a la que riego; me da tanto un árbol que me refresca con su sombra tras una caminata en tarde soleada; me da tanto un arroyo de agua fresca en pleno verano; esa sierra llena de castaños en otoño, ¡me da tanto!
Sí, cuando pienso en todo lo natural; en cómo respiran las plantas nuestra toxicidad para regalarnos el hálito de vida; en cómo restituyen su porte cuando alicaídas les pones agua. Simplemente recordar esas cosas me emociona.
Me duele que se arranque una flor viva para exhibirla muerta en un jarrón; me duele que se pisen los prados habiendo caminos; me duele que se ensucien los campos como si no fueran sagrados. Ellos son los templos, los verdaderos templos de culto del alma, con ellos llenamos nuestros pulmones y movemos nuestro corazón.
Un poeta dijo una vez, algo así como: “Mira ese lirio que pisas y a cambio regala a tu pie su fragancia”.
Noviembre, de bosques mullidos de hojas caídas. Noviembre, tu luz en mi tierra es tan hermosa; no duele como la del verano, es limpia cuando se asoma por un trocito de cielo azul intenso. Esas nubes pintadas por el sol de naranja y violeta en todos los tonos posibles, al atardecer de un día no lluvioso, son tuyas. Noviembre de aire que refresca el rostro y también las ideas, en un tranquilo paseo por jardines que vierten hojas como si fueran alas flotantes que suaves y silenciosas aterrizan sobre el césped.
Te quiero Noviembre y a ti Septiembre que me viste nacer. Cómo no, también a vosotros: Octubre el de luz de miel; Diciembre y Enero, los de rayo de sol ansiado que tiernamente calienta.
De Febrero a Junio no me quejo de mi tierra, pero el más hermoso sin duda: Abril; cuando todo ha brotado, todo florece y huele a azahar en la plaza. En Abril la vida nueva es briosa, linda, fuerte…;aunque, ¿qué decir de Mayo cuando revienta de flores a las dehesas?
En esta parte de la “piel de toro”, de Julio y Agosto no hablo; salvo de las flores de mi patio y mi terraza; las hortensias y las lilas del jardín de Alange; las excursiones a la verde Vera. Esas noches estrelladas con olor a jazmín y hierba buena, ¡qué preciosas noches de verano en mi tierra!, son indescriptibles. Cuando hay luna llena el color del que se vuelven las paredes blancas es como de otro mundo y no sé describir qué siento al ver proyectadas las sombras de lo que hay a mi alrededor.
Ahora, sin romanticismo y usando un poco de humor aderezado con una pizca de ironía, para hablar de mis aversiones y de mis miedos en el medio natural (quizás rarezas compartidas con alguien que esté leyendo este artículo), también digo:
Este planeta tiene seres que no son de mi agrado. No me gustan los insectos, los reptiles, las ratas, los murciélagos, los buitres carroñeros…; Tampoco me gustan las plantas venenosas o las que producen urticaria y me molesta que algunas, aun siendo muy bellas, tengan espinas. Sí, ya sé que eso no es ser una buena amante de la naturaleza. Es cierto, no puedo presumir de amar lo natural en todas sus formas, sólo amo a aquellos seres que no me molestan, ni dañan. ¡Soy egocentrista, qué le voy a hacer!; pero pienso que el Creador ya podía haberse esmerado más…
Claro que, quizás la mejor idea que el Creador debió tener para que todo fuera perfecto habría sido no habernos creado a nosotros; los seres “humanos”.
Ya sin bromas. Todo es perfecto, hasta nosotros si fuéramos buenos.
Músculos de madera; ¡qué bellos…!