“Aquí vas a estar muy bien papá, son sólo un par de meses y seguro que retomas la ilusión de escribir. Mándame lo que hagas”. Me lo dijo con una sonrisa forzada que intentaba parecer cariñosa pero que era falsa y urgente. Me dio la dirección del hotel de lujo al que se iban de vacaciones y salió rápidamente.
Quizás sí que era la oportunidad de volver a recuperar la ilusión por escribir así que subí a la habitación y me senté dispuesto a recuperar las palabras. La mesa en la que apenas cabía mi cuaderno no ayudaba, pero tenía que intentarlo. Dediqué mucho tiempo, aunque no lograba escribir ni una palabra, esa habitación tan pequeña me secaba el cerebro.
Necesitaba más amplitud, bajé a lo que denominaban sala de esparcimiento en la que viejos decrépitos intentaban hacer cualquier cosa que requiriera poca atención. Me senté en una mesa apartada e intenté escribir. Las ideas venían a mi cabeza, pero no lograba hilvanarlas porque sufría continuas intervenciones de pacientes que se despistaban o de enfermeros que, falsamente, se interesaban por lo que estaba escribiendo.
Podía salir durante el día del geriátrico, al fin de cuentas no era un interno sino sólo un inquilino temporal, así que cogí un taxi y me fui a mi casa. El lugar en el que había desnudado mi alma en forma de libros. Ese era el sitio, ahí lograría recuperar mi don. Entré ilusionado buscando los espacios que me iluminaban.
Subí al ático con panorámica sobre la sierra, pero no encontré ninguna mesa en la que escribir porque mi hijo lo había transformado en su habitación, bajé al salón con chimenea que tenía una vista preciosa del jardín pero la habían convertido en una sala de juegos, entré en la cocina antigua de madera que me recordaba a mis ancestros para descubrir una horterada moderna que no transmitía nada. Era mi casa, la que me había inspirado durante años, no podía desvanecerse. ¿Era mi casa? Claro que era mi casa. ¿Era mi casa? Pensé mucho sobre eso. ¿Era mi casa? Definitivamente ya no era mi casa.
Surgió como un favor de mi hijo tras la trágica muerte de mi mujer. Fue paulatinamente, empezó por días de barbacoa, siguió con estancias de fin de semana y terminó con venirse a vivir porque cambiar a los niños al colegio de cerca de mi casa era garantizar su futuro. Sin haberlo pedido me encontré con mi hijo y su familia viviendo en mi casa.
Soy el propietario de mi casa, pero ya no es mía. Y no logro escribir. Fui perdiendo la capacidad de forma paralela a la que mi hijo y su familia pasan más tiempo en mi hogar. Por mi bien, poco a poco, sin preguntarme si les necesitaba, simplemente asumiendo que la soledad era mala para mí y aprovechándose económicamente de la situación. Ocupando mis espacios, expulsándome de los lugares que me inspiraban para terminar relegando mi existencia al pabellón de invitados, un lugar bonito pero sin alma. Donde dejé de escribir.
Se ha hecho el milagro, se lo tengo que contar a mi hijo:
Querido hijo,
He recuperado las ganas de escribir, esta carta la redacto viendo un amanecer maravilloso junto al mar, inundado de momentos buenos que he vivido.
He vendido mi casa, ya no la sentía mía. Me la robasteis poco a poco y con ella mi alma. Todas vuestras cosas están en un almacén en el que os las guardarán hasta que encontréis una casa.
Te pido disculpas por no haber sido capaz de educarte bien.
Te quiero,
Papá.
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