Cuando tenía treinta años, Ramón Gómez de la Serna reivindicaba el prólogo como género literario, como “un vasto ámbito sin forma en el que se puede amontonar todo”. Ya llevaba años buscando la flor de todo y cultivando la greguería, definida por él con la fórmula: “humorismo + metáfora= greguería”, y buscando la ilusión de un instante de autenticidad. Quería verter sus “impresiones de transeúnte verdadero y humano”.
Entendía que el reconocimiento de lo trivial crea libertad espiritual para resolver los problemas insolubles, gracias a su franca disolución. Soñaba en un alma hecha de greguerías:
“Nada más sincero que la Greguería, y por eso vivimos más por las Greguerías que por las calorías. A más Greguerías más vida; esta es la verdad profunda”.
Ramón trataba de ‘descomponer las cosas’ para sentirse capaz de transfigurarse. Llegó a decir que la mayoría de escritores carecen de ese afán, lo cual les hace “timoratos, cerrados, áridos y despreciables”.
Él se permitía decir excentricidades ingeniosas como que “los zapatos de terciopelo son como un antifaz de los pies” o la X “es la oreja que se ve del misterio”, pero también hacerse preguntas como: “¿se pierde el tic-tac del reloj? ¿Dónde se va yendo? A la nada no es posible. Eso repugna a la inteligencia”. O lanzar conjeturas como: “esa mujer que se ha caído en la calle, ¿ha caído por un tropiezo o por una amargura, vencidas por un suplicio interior sus piernas débiles?…”, y concluía “ella no dirá nada: ella achacará a un tropiezo su caída por angustia”.
Apreciaba la empatía y el encuentro de corazones. Profesaba fervor por Azorín, a quien señalaba como nexo de todo tiempo. El vigor imaginativo de Ramón era inagotable. Incluso las chimeneas y las ventanas recibían su proyección humanizadora: aquellas, dirá, enseñan la manera desinteresada y grave de presenciar la vida, sin asustarse de nada. En cuanto a las ventanas, recogen hondamente lo que ven: “la ventana –decía- es un cuadro. El balcón es un balcón”. Y no deja de ser curioso que hablase del teléfono como del “cordón umbilical por el que estamos unidos al mundo”; aún faltaba para que llegasen los móviles.
En 1918, ya acabada la Primera Guerra Mundial, que produjo la friolera de unos ocho millones de muertos, Ramón calificaba a los políticos como ‘seres irracionales’. Pero pedía temer más aún a “esos que quieren sustituirles y van contra ellos”. Denunciaba de este modo que todo hubiese entrado en “un terrible período de falta de sentido, de lucha implacable y sin arreglo”, donde imperaba un pánico interior y el engaño terrible de la crueldad, “la apariencia de solución concreta”.
Ramón no nos vendía humo, sino que lo mostraba enfocando las chimeneas, las cuales nos enseñan la manera desinteresada y grave de presenciar la vida, con temple y sin asustarse de nada.