Los miedos nuevos son murallas de pánico cuando surgen, paredes de temor cuando se plantean, muretes de incertidumbre cuando se enfrentan y la constatación de absurdos sin fundamento una vez superados. Pero es inevitable que en esos primeros estadios la duda, el afán de vivir en nuestro umbral de confort y la machacona educación en una estabilidad basada en la tradición y el inmovilismo, nos atenacen y condicionen.
La ventura empieza al mismo tiempo que la aventura, la emoción vive en el atrevimiento, la amargura es el fruto habitual de la indecisión, el miedo y la renuncia.
Y así avanza, poco, casi nada en lo ético, en lo humano, el mundo al que todos contribuimos a frenar con nuestros miedos que, si no han sido enfrentados, desmenuzados, superados, aunque finalmente se acepten, forman una barrera formidable contra la felicidad, contra la evolución, contra el derecho. Después, al cabo de un tiempo no recuperable, la mirada hacia lo que dejamos en el camino sin ni siquiera darle una oportunidad de que se hiciera pensamiento, consciencia o, incluso, realidad, es lo que más va a pesar en unas alforjas atiborradas de negaciones: de negaciones de la vida, de negaciones de anhelos, de negaciones de nosotros mismos. Y las negaciones, cuando ya no son recuperables, que nunca lo son pero menos transcurridos los años, son amargas y frustrantes.
Casi todos los miedos, curiosamente, están asociados a algún sentido de la posesión, y se vuelven más personales y dañinos cuanto más cercanos, cuanto más íntimos. Tenemos miedo a la pérdida de cualquier elemento, persona, lugar, bien, que consideremos que nos pertenece, o, y esto sí que es enrevesado, al que consideramos pertenecer por reciprocidad a su pertenencia a nosotros.
Sucede con los nacionalismos y los territorios, en los que cualquier intrusión de costumbres, personas, o ideas, que varíen el sentido cultural que nos parece propio, origina un inmediato rechazo, una feroz reivindicación de “lo nuestro” como elemento diferenciador que habitualmente parece suponer una superioridad de lo anterior sobre lo nuevo.
Sucede con el sentido de propiedad de los bienes que comportan una posesión que nos negamos a compartir con otros, por mucho que nuestros bienes superen la capacidad de disfrutarlos y podamos apreciar una carencia de los mismos en los demás. Tenemos una necesidad cultural de acaparar en una actitud de protección frente a necesidades futuras que pueden venir provocadas por esa misma insolidaridad.
Sucede con la vida, con la salud, en la que cualquier amenaza comporta una reacción, a veces excesiva, a veces desquiciadamente preventiva, a veces socialmente intolerante, a veces claudicante, pocas veces aceptable.
Y sucede, como no y con mayor daño personal, con la estructura reproductiva, donde una colaboración pensada para una preservación del ámbito familiar que garantice y estabilice la procreación, se acaba complicando, ideas de origen religioso por medio, en una imposible convivencia marcada por sentidos de posesión, por sentimientos de inseguridad y por criterios cuya relevancia viene marcada por una confrontación moral que en muchos casos supera al individuo.
En este último caso la buscada identificación entre sentimiento, sexo, fidelidad, pertenencia y compromiso, lleva a frustraciones que van desde el simple escarceo lúdico sexual que marca la relación de por vida, en unos casos si se produce y en otros si se ignora, a la tremenda tara del crimen familiar que difícilmente tiene solución sin que los roles sean comprendidos, admitidos y evolucionados por los mismos protagonistas.
El miedo nos atenaza y reclamamos la propiedad, unas veces la ajena, en muchos casos la propia, como razón suficiente para la castración de las ansias y requerimientos que nuestro espíritu parece demandarnos. Tenemos miedo a la reacción ajena, lo que casi siempre es una excusa, una excusa para no reconocer nuestro verdadero miedo, tenemos miedo de nosotros mismos, de nuestra libertad, de nuestra posible y penitente soledad causada por esa libertad, del estigma social que pueda acarrearnos nuestra falta de observancia de unas reglas que nos abocan a la pertenencia, incluso a la posesión.
Es difícil enfrentarse al miedo. Es curioso que ante el miedo físico se hable de cobardía, pero ante el miedo ético se hable de prudencia. Que el miedo físico sea perseguido, pero el miedo ético sea ensalzado. Que no importe, hasta donde no importa, la mutilación o la laceración del cuerpo, ensalzando el valor que puedan suponer pero se vea con un cierto rencor social al individuo que es capaz de enfrentarse a sí mismo y a las convenciones de los que le rodean, fomentando la frustración y la infelicidad.
Todos sentimos miedo, todos, ante situaciones que no creemos controlar, ante situaciones desconocidas, ante situaciones que amenazan nuestro ámbito de confort, sentimos esa sensación de abismo futuro que nos produce un vértigo preventivo. Luego, una vez que el vértigo se ha identificado, depende de cada individuo, de su capacidad de criterio propio, de su compromiso consigo mismo, el dar la espalda a la experiencia, sumergirse sin precaución en ella, o dar pasos cortos y pausados que permiten asomarse a ella y decidir si nos compensa, o que parte nos compensa.