EL FINAL DEL VERANO

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1822

Enterrado entre vasos ambarinos de Duralex, sobrevive en la vieja Alacena de la cocina, un tarro de cinco kilos de melocotones en almíbar. Siempre estuvo allí, incluso antes que los vasos, incluso antes que la propia cocina.

Siete frutos perfectos que nadan en el amniótico fluido de una vítrea e irrompible placenta.
En la niñez, tuve la tentación de romper el lacre que aisla ese pequeño universo, tomar una de aquellas perfectas esferas y en secreto, mutilar con mis dientes aquel anaranjado planeta, pero no pude; la imantada perfección de vida que se alojaba en el interior de aquel todo me lo impedía.

Con la sagrada dignidad de los alcohólicos, falleció mi padre en el diciembre de hace tres años. Fue una muerte consciente y conjugada, con los ojos de almíbar puestos en aquel tarro de los cojones, en aquel cuerpo enfermo que había creado la mitad de mi existencia.
Y en la duda, masturbé mis principios; y en el temor, subrayé todo lo que no era importante.

Hoy, cargándome la cruz, he salido hacia el lugar llamado de la Calavera; una silla que se prostituye frente a una mesa con los estigmas de Cristo vomitados. Siete Biblias y siete melocotones de mierda; el eterno paradigma que los moribundos buscamos en los reflejos.

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