Pintando de gris asfalto las verdes praderas del Glenmore, una estrecha carretera nos lleva de la mano, como si fuéramos niños pequeños un día de excursión, hasta el pequeño, pequeñísimo pueblito de Cormick, el lugar donde todas las sendas se difuminan y al fin el mar de hierba llena el aire de recuerdos y fragancias de tiempos que aún no han llegado.
Son apenas veinte casas todas muy juntas, con sus tejados de pizarra y sus paredes de piedra, llenas siempre musgo. Y en el centro, la pequeña iglesia de Saint Michael, con su torre y su campana, siempre altiva y vigilante del horizonte.
Una fina capa de lluvia los envuelve todo en Cormick desde que el mundo es mundo, tanto, que sus habitantes morirían de pena si no sintieran cada día el olor a humedad al meterse en la cama y no pudieran encontrar nunca un trébol de cuatro hojas fresco y adornado de pequeñas y redondas gotas de agua.
El habitante más joven de Cormick es Tomy, Tomy O’Hara y siempre se le puede ver montado en su patinete de uno lado para otro, con su impermeable rojo y sus botas de aguas amarillas. Vive la primera casa, nada más doblar a la izquierda, al lado del viejo roble. Su madre, Claudia es viuda desde hace más de cuatro años, desde que George, su marido, muriera en la guerra.
Su cuerpo nunca se encontró y el único recuerdo que de él tiene son sus besos, una foto del día de la boda y a Tomy.
Unas cuantas casas más allá, creo que es la cuarta, encontramos el corazón de este lugar mágico.
Con su letrero movido por el viento desde hace más de doscientos años, “The DrunKLamb”, reparte pintas de cerveza a todo aquel que tenga cuarenta peniques para pagarla.
Es allí donde las buenas gentes de Cormick se reúnen para charlar, tomar decisiones, llorar a los muertos, casarse y un sinfín de cosas más.
Hoy hay poca gente allí y, Sullivan, el dueño, apoya los codos en la barra y charla perezosamente con el Párroco, el padre Morendon, el hombre más anciano del lugar, alto y con las arrugas que la cara del Boxer del señor Tucker.
En una de las mesas, Laurie, el sobrino de la señora Smith, recién llegado al pueblo para cuidar de las ovejas de su tía, se toma una pinta de Guiness mientras, indiferente mira llover por la ventana….
La puerta del Pub se abre y entra, con su gabán verde y su gorra marrón, calado de agua hasta los huesos, como a él le gusta, Charles Rowling, el “loco” oficial de Cormick.
Y les cuenta a todos la historia de todas las tardes. Y es que Chales habla con Dios todos las mañanas de 8 a 12. Habla de un sinfín de temas: de Política, de deportes, de mujeres, pero eso sí, nunca de religión.
Todos le escuchan con cariño, pues es su historia la que hace que los días puedan ser contados en el pueblo.
Cuando se le pregunta a charles por el aspecto de Dios, él les dice que dios es un niño, pelirrojo, con la cara llena de pecas y los ojos azules, como dos cuentas de cristal. Que se presenta todas las mañanas montado en un patinete algo oxidado, con un impermeable rojo y unas botas de aguas amarillas y, a cambio de unas galletas o un trozo de chocolate, Dios le cuenta todas las cosas que él quiera.
El padre Morendon sonríe y siempre, después de escuchar la historia de Charles, bendice a todos los que se encuentran en el Pub y pide una ronda de cerveza.
Afuera sigue lloviendo.