Como todos los domingos de aquel verano, mi tío Julio, inventor de historias, convertidor de sueños en quimeras y soltero de profesión, me llevaba de la mano y dando un largo paseo, hasta el lago de la Casa de Campo.
Allí, siempre alquilaba durante una hora, una de aquellas barquitas de remos de color rojo que aún hoy en día pueden verse nadar como los patos en el Lago, llenas de chiquillos que dan vueltas en círculo, de enamorados que se besan o de hombres solos que reman y reman buscando un número de teléfono olvidado en sus recuerdos.
Mi tío Julio, el hermano pequeño de mi madre.
Al morir la abuela Esperanza, mis padres, recién casados y sin un duro, se instalaron en su casa.
A los dos o tres meses de instalarse, una lluviosa mañana de invierno el timbre de la puerta sonó una y mil veces. Mi madre abrió la puerta conmigo en brazos, llorando y berreando a moco tendido.
– ¡Ya va, hombre, ya va!, ¡que parece que viene a apagar un fuego! ¿Qué dese…Julio?
Imagino la cara de mi madre al ver a su hermano del alma, al que no veía desde hacía diez años, plantado en el dintel de la puerta con su mejor sonrisa y un traje de pana verde bastante raído.
No sé porqué pero inmediatamente dejé de llorar y empecé a mirar a aquel hombre con los ojos tan grandes como platos, mientras succionaba un chupete azul con verdadera ansía, intentando calmar el brotar de dos o tres muelas que como girasoles comenzaba a asomar de mis encías.
-Hola María. -dijo él con una voz risueña y musical-.
Después se me quedó mirando:
– ¡Bueno! ¿y éste quién es?
Me cogió en brazos y me hizo un montón de cucamonas. Entre el «Cucú Tras tras» y «Los cinco lobitos » que a mí me tenían maravillado, le soltó a mi madre que si podía quedarse unos días en casa, a lo sumo:
– Una o dos semanas, como mucho, muchísimo, vamos, de locura…es que las cosas no me han ido muy bien estos años ¿sabés? Tuve que salir de Barcelona con una mano delante y la otra detrás. El bar que monté en el Clot, no acabó funcionando y en fin, algunas cosillas más que luego si quieres te cuento, pues han hecho que regrese de nuevo aquí, a Madrid, pero vamos, ya tengo pensado una cosa que si me sale bien ¡bueno, bueno! Entonces ¿me puedo quedar?
– Pues claro que puedes, Julio, esta también es tu casa. -le respondió mi madre con esa voz dulce de azúcar que nunca le ha abandonado- puedes instalarte en tu antiguo cuarto, ahora lo uso nada más que para guardar la ropa sin planchar.
El caso es que aquella noche, al poco de llegar mi padre del trabajo en la zapatería y encontrarse con Julio y sus planes y tras una cena bastante silenciosa, rota de vez en cuando por mis lloros, Papá no pudo más y ya metidos él y mamá en la cama éste le dijo:
-María, ¡pero cómo se te ocurre dejar que tu hermano se instale aquí!, pero si no es más que un jeta, un caradura, un vividor. Éste no nos va a traer más que desgracias, te lo digo yo, María, te lo digo yo…
-Hay que ver como eres, hombre. Verás como no es para tanto. En unas semanas se habrá ido, te lo aseguro. Tiene ya un negocio entre manos y…
Tras eso mi padre, dio un beso en la frente a mi madre, acarició uno de mis mofletes y se dio media vuelta.
-Buenas noches María, que descanses…unas semanas, ¡Ja!
De aquella conversación se han cumplido el pasado lunes ocho años. Mi tío Julio nunca se fue de casa. Aquel negocio «tan estupendo», que vete tú a saber si existió alguna vez, nunca salió.
De vez en cuando se saca algo de dinero haciendo algún refuerzo de camarero en el Salón de bodas «Happy Weeding» o trabajando esporádicamente en la zapatería de mi padre, cuando éste, cada vez menos eso sí, sigue perdiendo los nervios cuando descubre que Julio se ha comprado una colección de relojes de pulsera por teléfono o se ha suscrito durante dos años a una revista de aeromodelismo.
A mí siempre que puede me trae alguna cosilla y por supuesto, cada domingo como hoy, me lleva dando un largo paseo al Lago de la Casa de Campo.
-Una barca, por favor, sí, para una hora. Aquí tiene. Joder, ha subido un duro desde el domingo pasado ¿no?». Vamos sobrino, que la hora ya está contando, vamos.
Montamos los dos en el bote y él, después de que me haya sentado bien sentado y de que me haya dicho cien veces que no me mueva, comienza a remar lentamente, dirigiendo la barquita hacia el centro del Lago.
-¿Te he contado alguna vez sobrino cuando estuve embarcado en aquel mercante ruso que estuvo a punto de hundirse?
-No tío Julio, nunca me lo has contado, anda venga ¡empieza, empieza!
-Bueno pues, fue unos años después de que tuviera que abandonar la isla de Pascua debido a una terrible plaga de mosquitos asesinos, entablé amistad en una taberna del puerto de las Molucas con el capitán del barco, Sergei Uruchenko y entre vodka y vodka, éste algo falto de buenos marineros en su tripulación me ofreció una buena paga a cambio de trabajar en la sala de máquinas de su nave y…
Una suave brisa mece la barca y el lago se ha convertido en un espejo en el que todo se refleja. Me he quedado mirando a mi tío Julio fijamente y por un momento he descubierto que todas aquellas historias, son tan reales para él como el agradable paseo que cada domingo me transporta a su mundo. Es verdad que siempre tiene algo grande entre manos, siempre lo ha tenido y seguramente lo tenga siempre. Hemos llegado al centro del lago y Julio ha dejado de remar. También se me ha quedado mirando.
-¿Tu crees mis historias, verdad sobrino? ¿No serás como tú padre?
Y le he respondido con la mirada. Mientras, traída por el agua una botella de cristal con un mensaje dentro, golpea suavemente el casco del mercante ruso en el que viajamos.
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