LAS EMOCIONES DE BERGMAN

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Imaginémonos a alguien que fuera hija de un genio del cine y de una excepcional actriz, con los que nunca se hizo una foto apareciendo los tres juntos. Al poco de nacer, sus padres se separaron y ella se quedó con su madre, de quien tomó el apellido. “Yo era hija de él y de ella, pero no era hija de los dos. Nunca fuimos tres”, pudo decir tras la conmoción que le produjo la muerte de su padre.

 

Esta mujer nació en 1966, es escritora y se llama Linn Ullmann. Actuó en dos películas dirigidas por Ingmar Bergman, su padre: ‘Gritos y susurros’ (1972) y ‘Sonata de otoño’ (1978); con 6 y 12 años de edad, respectivamente, y en las que también intervino su madre, Liv Ullmann, separada ya hacía tiempo de Bergman.

A propósito de su padre, y tras su muerte, Linn Ullmann escribió un libro catártico, doliente, caótico y deslavazado: ‘Los inquietos’ (Gatopardo). Dos años antes de morir, Ingmar Bergman (1918-2007) aceptó la propuesta de su hija pequeña (tuvo nueve hijos con seis mujeres distintas): escribir un libro sobre ellos dos, a partir de unas conversaciones con preguntas y respuestas. En ese período, obtuvo seis grabaciones, de cerca de dos horas cada una. Hasta ocho años después no fue capaz de escuchar esas cintas y revivir el titubeo de su padre, su lentitud en encontrar las palabras a decir.

La autora tenía hambre de padre y siempre echó en falta esa presencia regular que suministra estabilidad, que él se ocupara de ella cuando se hallaba perdida o echaba de menos el hogar. Era la misma carencia que ella entendía que había dañado a sus dos progenitores; la cadena de unas vidas averiadas. La hija cita en este texto al historiador norteamericano Henry Adams, para quien, a pesar de que cada uno de nosotros esté obligado a cargar con su propio universo, casi nadie siente algo más que un tibio interés por comprender cómo se las arregla su vecino para cargar con el suyo. Una desconexión radical.

Dice Linn que, al morir su padre, se le acentuó el afán de que todo debía hacerse con precisión y cumpliendo al pie de la letra “las reglas que establecen los escritos que se habían convenido y acordado”; cumplimentaba así la divisa familiar de tener un plan y efectuarlo. Evoca que su padre exigía silencio absoluto en la casa cuando trabajaba y que, cuando lo visitaba, siempre veían cine. También le repetía que “los ojos tardan minutos en acostumbrarse a la oscuridad”. Un padre muy dosificado, con ausencias y silencios. Decía Bergman que cuando desapareció el cine mudo, se perdió todo un idioma.

Su padre hablaba un inglés con mucho acento, medio sueco, medio alemán, coleccionaba libros y música. Tenía miles de libros, leía sin parar y subrayaba cosas que le parecían importantes. Le había gustado que su jeep rojo hiciera ruido. Pero en esas grabaciones finales, consciente de que hacerse viejo es un trabajo, le dijo: “Cuando estoy aquí sentado escuchando mis discos se me saltan las lágrimas. Se me despierta una sensación aumentada de lo que es estar vivo. ¿Entiendes lo que quiero decir?”. En palabras de Linn, cuando aprendemos a atarnos los cordones se nos olvida lo difícil que es, pasan los años hasta que un día estás en calcetines y te miran los pies.

Bergman permitía a su hija escribir y pintar en la puerta de su dormitorio, y comer cuando le pareciera. Ella crecía, “pero sin planes ni dirección”. Lejos de ajustar cuentas con su padre y con su madre, la autora ve a ésta más impredecible que aquél. Y que cuando se le crispaban los nervios lo mejor era quedarse en completo silencio. “A todo el mundo le queda claro, a mí incluida, que cuando mamá habla de ser mujer, habla de algo mucho más complicado que la obviedad de que ella es una señora”.

Volver ficticias a las personas reales sirve, dice Linn Ullmann, para insuflarles vida. En la decrepitud, su padre decía que le desaparecían cosas y que le desaparecían las palabras. No quería estar expuesto a sacudidas emocionales, sino rodeado de paz y orden. Deseaba tener una muerte amable. Estuvo absorto y emocionado viendo por televisión el funeral del papa Juan Pablo II.

La autora subraya que siempre se les ha dado mejor en su familia despedirse que encontrarse:

“-¿Estás enfadada corazón? ¿No tenemos ningún malentendido que aclarar tú y yo?”. -No, papá, le contestó Linn. “-¿Algo que te moleste?”. -No, para nada, volvió a decirle. “-Qué bien, eso me parecía”.

Al preguntarle su hija por su falta de fe cristiana, el viejo Bergman le dijo: “Creo en Dios, completa y plenamente, pero no espero comprender su voluntad. Dios está donde está la música. Estoy convencido de que los grandes compositores nos transmiten sus experiencias con Dios. No es ninguna tontería. Para mí, Bach es una constante”.

 

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