EL ESLABÓN DE LA CADENA. LIBERTAD DE PENSAMIENTO

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Hace un par de días me preguntaba un amigo que: ¿cómo es posible hablar de política sin necesidad de llegar a la gresca?, la respuesta inmediata, considerando que era la más adecuada, “respetando la opinión contraria”, y así se lo manifesté.

fotocomposición plazabierta

Me pareció por un gesto contradictorio en su cara, esbozando una breve sonrisa sarcástica, que mi respuesta no le resultó del todo convincente, y así fue, porque inmediatamente, como si supiese lo que le iba a responder me volvió a preguntar: ¿y…, cómo se puede ser respetuoso si la opinión del otro no sólo no lo es con la nuestra sino que, además, potencia el odio y la confrontación?, ¿cómo se puede ser respetuoso cuando el tono de la conservación no es el adecuado por su violencia verbal o porque las premisas en las que asienta carecen de fundamento?.

Ante este segundo interrogante, me quedé pensativo durante un momento, un silencio incómodo por su mirada expectante, casi inquisitoria, esperando cogerme en un arrenuncio, pero, por otra parte necesario, pues presumía que el interrogatorio iba para rato, lo que exigía una respuesta razonada y contundente, es por ello que me remití a lo que he repetido ad nauseam, basándome en la sabiduría popular de nuestros mayores, que: “mal riñen dos si uno no quiere”.

Lejos de lo que pensaba, esto es, que la respuesta iba a zanjar el tema, sin embargo, le llevó a hacerme una tercera pregunta, más bien una cadena de réplicas con interrogantes en cierto modo provocadores por su tono inquisidor: ¿una postura muy cómoda, no?, ¿dónde están nuestros ideales?, ¿por qué esconder nuestra razón?, ¿cómo cambiar el mundo si metemos la cabeza bajo el ala y nos callamos ante la sinrazón, ante los abusos?.

Mi contestación, no se hizo esperar, por lo que, enfocando el tema desde una perspectiva emocional y bajo el convencimiento que no es mi misión domar a potros, recurrí a una cita del escritor Mark Twain: “Nunca discutas con un ignorante, te hará descender a su nivel y ahí  te vencerá por experiencia”. Así di por zanjado el tema,  manifestando, por último, que no merece la pena continuar con una conversación cuando uno de los interlocutores no está dispuesto al dialogo sino a espectarte lo que pasa por su cabeza o a imponerte su criterio a toda costa, y peor aún, sin argumentos.

Es por eso que, entiendo y así lo suelo practicar, que la solución viene determinada dependiendo del tono y contenido del debate y sobre todo, de considerar que nuestra interlocución no necesariamente tiene que ir encaminada a convencer a nadie, sino a expresar únicamente lo que pensamos que, es distinto a decir lo que sentimos, o mejor dicho, sentir lo que décimos hasta el punto que la pasión obnubile nuestra razón, o lo que es lo mismo, el entendimiento y la capacidad de razonar con claridad sobre el tema del qué se esté tratando. Y es que, en la política, al igual que sucede en los debates sobre religión, juega un papel importante el sentimiento de identidad grupal o social, también de identidad colectiva, tan enraizado en nuestra identidad personal que, cuando no se coincide en las opiniones surge el conflicto por sentimiento de amenaza al grupo que refuerza nuestra opinión, y a nosotros mismos, lo que supone, en definitiva, una falta de seguridad.

Además, suele ser muy recurrente fundamentar nuestras opiniones en las carencias, fallos, errores o barbaridades cometidos por la identidad política o religiosa del contrario, olvidando los de la nuestra, llegando incluso a la falacia ad populum que consiste en afirmar que algo es verdad cuando es  aceptado por  la opinión pública, al menos por la del grupo al que se pertenece, en lugar de esgrimir o apelar a razones lógicas.

Dicho lo cual, nos podríamos plantear si existe realmente la libertad de pensamiento, o por el contrario, existe un adoctrinamiento social que nos lleva a pensar de una forma determinada. Es más, ¿hasta que punto lo que percibimos de nuestro entorno es real, más allá de lo que conforme a la ciencia es demostrable?; basta como ejemplo pensar en la historia cuyos datos y forma de tratarlos dependen de quien los narra. De manera que, trasladado a la formación de nuestro razonamiento lógico las fuentes utilizadas, ¿hasta que punto podemos defender nuestra postura como la única verdadera o válida?. Todo ello sin olvidarnos de los condicionamientos sociales y familiares, incluso de la forma en que nuestra mente percibe el mundo, así como de nuestras experiencias.

Como dijo el Poeta Rafael Albertí: “Le soltaron un eslabón a la cadena y me dije: me dieron la libertad. No es verdad, la libertad es el rodeo que da la cadena“.

¿Es, por tanto, la libertad simplemente un anhelo, una entelequia a la que cada uno da forma conforme a su sesgo cognitivo. Un modo de existencia de un ser que tiene en si mismo el principio de su acción y su fin?

Mi opinión es que el ser humano es un framente de un todo universal, capaz de pensar y razonar, de manera que la libertad, y dentro de ella la de pensamiento, es una característica de orden universal que debe cultivarse, lo cual inevitablemente dependerá de los elementos antes mencionados; de tal forma que nuestra condición tridimensional de alma-mente y cuerpo, nos permite comprender que la libertad de pensamiento no tiene limites, al menos que la externalicemos para que otros los juzguen e interpreten erigiéndose en jueces de las voliciones de nuestra mente.

Por consiguiente, cuando decidimos formar parte de un debate, depende de cómo lo afrontemos, si con el deseo de convencer y dominar o con el deseo de manifestar simplemente nuestra opinión para que quien nos escuche la tome o la deje, la retuerza según su criterio, nos corrija, eso sí con el respeto debido, porque la vulgaridad, el populismo incendiario no es propio de librepensadores, sino de personas incapaces de razonar,  sólo de expresar lo que otros piensan por él. De ahí la prudencia de saber con quién se habla y a quién van dirigidos nuestros argumentos  y, sobre todo el foro o  medio utilizado para comunicarnos.

Externando nuestro pensamiento debemos ser capaces de admitir la opinión contraria, el desacuerdo, incluso el veto, si el medio para transmitirla no es el apto, sin sentirnos agredidos por ello, y sobre todo ser capaces de entender que lo que se manifiesta puede ser nuestra propia cárcel, y convertir el medio al través del que se exprese en un simple pasquín lleno de soflamas políticas o en un catecismo dogmático.

Llegados a este punto, ahora me pregunto yo, ¿merece la pena incendiar las calles?, ¿merece la pena insultar al contrario?, ¿merece la pena la guerra dialéctica?. Podemos ladrar como perros rabiosos o razonar desde la prudencia, porque ni tenemos la verdad absoluta y  nuestra verdad es o puede ser tan válida como la de quien tenemos enfrente, al menos merece el mismo respeto. Y, si queremos convencer, al menos hagámoslo con la elocuencia suficiente, con el fundamento adecuado, con la permisibilidad necesaria para que nadie se encuentre excluido, ni agraviado.

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