Supongo que las nuevas tecnologías invitan a interactuar con el mundo que nos rodea con nuevas posibilidades. Tal vez la pregunta, si es que es pertinente preguntarse, es si todas esas posibilidades son interesantes, incluso, siendo un poco más purista, si alguna de esas posibilidades nos aporta algo a lo que ya teníamos.
No es inocente esta reflexión, y es parte de una observación continuada, pertinaz, de nuevos comportamientos, a veces molestos para los demás, a mí me lo resultan, que se van extendiendo y que, a este observador, le parecen más perversos que enriquecedores.
Hablo de la otra mirada, de esa necesidad compulsiva que han desarrollado personas, en principio se diría que jóvenes, pero en realidad son de todas las edades, de mantener permanentemente abierta una ventana alternativa a la realidad que están viviendo, perfectamente encastrada en su móvil. ¿A que sí saben de qué les estoy hablando?
Recuerdo, todavía con indignación, en un concierto con velas, donde se supone que todo debe de ser relajación y atención, como una pareja, ambos superaban holgadamente los sesenta, que llegó tarde, en realidad justo, que es una forma de llegar cuando todo el mundo ya está acomodado, con las luces ya apagadas, y nada más sentarse ambos cogieron su móvil y se pusieron a ¿Chatear? ¿Navegar? ¿Repasar? En todo caso a hacer el imbécil iluminando varias filas con el destello cambiante de sus teléfonos, hasta que tuve que levantarme y llamarles la atención, lo que acogieron con cierta fingida precipitación, y unas risitas acordes con su comportamiento, que denotaban ya cierta experiencia en la situación.
Eso mismo, y denotando una absoluta falta de consideración hacia los demás, está sucediendo con asiduidad en conciertos, cines y teatros, ante la absoluta desesperación de aquellos espectadores que acaban encandilados por una luminosidad cambiante, que distrae su atención, y convierte una experiencia lúdica en momentos de profundo cabreo, cuando no en situaciones de tensión absolutamente innecesarias, dependiendo de la chulería y falta de civismo del interpelado. Porque haberlos haylos, que no solo son incívicos, molestos y cretinos, además son chulos y consideran que el mundo es suyo, y que nada que a ellos les parezca bien puede ser considerado molesto por los demás.
No, no estoy hablando de política, que también podría, pero no toca.
Pues sí, con esta nueva forma de ver los espectáculos públicos, más pendientes de lo que sucede en cualquier otro lugar del mundo, más pendientes de lo que dicen personas que están en otro lugar, incluso en otro momento, más pendientes de las ocurrencias de personas y personajes deslocalizados e intemporales, que de aquello a lo que asistimos, o creemos asistir, estamos convirtiendo una experiencia gratificante, lúdica, posiblemente enriquecedora, en una fuente inagotable de cabreos, cuando no en un ejercicio de riesgo. Intolerable.
Pero, aunque pueda pensarse que aquí se acaba la cosa, hay otra mirada más, otra enajenación de la realidad más, que cada vez es más numerosa, y que ciertamente me perturba, me incomoda, y me deja perplejo.
Decía un amigo mío, allá por los años ochenta, cuando el PC, el, en castellano, ordenador personal, empezaba a buscar su hueco en el mercado, y los k’s empezaban a ser megas, y los megas, gigas, que la informática había muerto cuando el primer PC salió al mercado (afirmación tal vez un pelín radical, pero perfectamente encaminada). Yo, hoy, desde la pura observación, y parafraseando a mi amigo, tal vez deba de decir que la realidad empezó a languidecer cuando al teléfono móvil le incorporaron una cámara.
¿Exagerado? Puede, pero tal vez premonitorio. Empecé a ser consciente de la cuestión la pasada Semana Santa, en las procesiones, para ser más concretos, cuando ubicado razonablemente bien, elegido el lugar con mimo para un mayor disfrute de las evoluciones del paso, en el momento de producirse la singular coincidencia de tiempo, escenario y emoción, fui incapaz de poder ver absolutamente nada en directo. Solo me fue permitido entrever algún atisbo parcial, fragmentario, de lo que estaba sucediendo.
Decenas de manos, armadas de teléfonos móviles en función de grabadores de vídeo, en función de cámaras de fotos, se alzaron al unísono formando ante mis ojos un mosaico de imágenes interpuestas de lo que estaba sucediendo apenas a unos metros, pero que mis ojos no podían contemplar en directo. Decenas de imágenes diminutas, con diferentes resoluciones, configuraciones de color y calidades técnicas, hurtaban a mis ojos la única imagen real que a mí me interesaba, la única imagen real que, además de su esencia estética, podía transmitir la emoción del momento. Decenas de manos usurpadoras de ojos, cambiaban, de forma absurda, de forma cercenadora, el momento por el recuerdo, la realidad por la memoria, el sentimiento por el archivo.
Recuerdo que hace años, ya bastantes, yo paseaba cámara de fotos y cámara de vídeo, ansioso por almacenar personas, lugares, situaciones, hasta que comprendí que esa práctica me impedía disfrutar plenamente de personas, de lugares, de situaciones. Hace ya años, bastantes, que comprendí, y elegí, que disfrutar del momento es lo único que puede aportarnos el presente en directo, y que, sobrepasados ciertos límites, la práctica de almacenar la memoria óptica nos impide crear la memoria emocional que luego se convierte en recuerdo memorable, y acaba convirtiendo nuestra vida en un archivo masivo, que, por masivo, casi nunca vuelve a visitarse.
Hoy en día, extendida tan deleznable práctica, empieza a ser imposible ver cualquier actividad lúdica al aire libre, si no es a través de las pantallas de los móviles que usurpan el espacio físico que dicen reflejar, o simplemente eliges verla con otra mirada, al otro lado, por la espalda, como si fuera a traición, y por sorpresa.