EL ÁNGEL CAÍDO

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A trescientos catorce metros del desvío que corre en recto hasta la tahona, Benito González, de profesión agricultor, fue atropellado por un coche de color rojo, marca Renault, modelo R-5 propiedad de Don Anselmo, también de apellido González, párroco de la localidad donde se produjo el accidente, Alcubiña de las Piedras; una pequeña aldea perdida en la inmensidad de La Mancha. 

Ninguno de los dos se vio venir. Benito, azada en mano, iba pensando cabizbajo en todo aquello que nunca sería, en que, de todas las realidades posibles, le había tocado la peor; trabajando las fincas de otros y hundiéndose cada día un poco más en la tierra plana del horizonte. Acabaría muriendo, soltero, sin descendencia y sin haber conocido más nada que las cuatro calles del pueblo. Don Anselmo, por su parte, manos en el volante, se quejaba en silencio de la desidia de sus feligreses, cada día menos en número y cada día menos convencidos de la fe que siendo niños se les había inculcado.

Con esos pensamientos en la cabeza, Benito cruzó la comarcal C-33 como lo hacen los perros.

Y Anselmo, sumido en su pequeña desgracia, no vio cómo su coche se echaba encima de un bulto que estaba en medio de la vía.

Tras un ruido seco, Benito se encontró a cuatro metros del suelo. Volaba, flotaba, no lo sabía, apenas tenía noción de dónde se encontraba. Después, un fundido el negro cubrió la escena.

Anselmo salió del coche aturdido. A unos diez metros, en la cuneta derecha, yacía el cuerpo de Benito, todo lo largo que era, boca arriba y aún sujetando con fuerza la azada. El cura corrió hacia él, levantándose la sotana para aligerar sus pasos. Pero antes de que llegara, Benito abrió los ojos y se incorporó lentamente, quedando sentado en el suelo y sin pronunciar palabra alguna. Tan solo tenía una pequeña brecha en la cabeza de la que manaba, eso sí, un abundante manantial de sangre.

El páter llegó a su lado y al fin pudo reconocer al que se había elevado a los cielos sin ser el Hijo de Dios.

-Benito, hijo, ¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras? ¡Dime algo, por lo más sagrado!

Benito sólo se limitó a mirarlo fijamente durante unos segundos y después, con toda la fuerza de su brazo derecho, hundió la azada en el cráneo huérfano de pelos del don Anselmo, que de pie y con el instrumento clavado, se limitó a dar unos dubitativos pasos, antes de caer de bruces sobre el hormigón de la carretera.

Unos cuantos temblores y después se quedó muy quieto, alimentando la tierra con el vivo rojo de su sangre.

 

El caer de la tarde no se hacía esperar, más la escena se había quedado congelada en el tiempo. Hasta cierto punto la imagen era hermosa, con Benito sentado en el suelo, Anselmo tirado a escasos metros y los últimos rayos de sol decorando sus cuerpos de oro.

Antes de que la gibosa luna menguante fuera lanzada a los cielos, Benito se levantó, recogió la azada de la cabeza de Anselmo y cruzó la carretera como los perros.

Y cabizbajo volvió a pensar en todo aquello que nunca sería, en que, de todas las realidades posibles, le había tocado la peor; trabajando las tierras de otros y hundiéndose cada día un poco más en la tierra plana del horizonte. Acabaría muriendo, soltero, sin descendencia y sin haber conocido más nada que las cuatro calles del pueblo.

Mientras, en la distancia un coche abría los ojos a la noche y con velocidad se acercaba a Benito. Era María, la hija de Doña Inés, ambas vecinas del pueblo. Sumida en la tristeza, se preguntaba la razón por la cual Héctor, su novio, la había dejado plantada meses antes de la boda, por una Ucraniana de Nombre Imelda.

No se vieron venir.

¡Ay, madre mía!

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