Ahí está, fumando. Cuando me despierto de madrugada con la vejiga llena y noto el lado frío de la cama, ya sé que voy a encontrarla sentada en el mirador, con las ventanas exteriores abiertas de par en par y su espalda medio desnuda, mirándome. Da igual la época del año en la que estemos o la temperatura que haga, ella siempre duerme igual, en bragas, con una de esas camisetas viejas de limpieza sucia que se niega a tirar y que acumula en todos los colores. En un rincón del armario siempre hay un arcoíris de podredumbre.
A veces, me atrevo a acercarme casi hasta rozar el cristal de la hoja cerrada, donde se le transparentan esos hoyuelos que amanecen por encima de las nalgas. Encorvada, con los codos apoyados en las rodillas y la espina dorsal diáfana, una escalera por la que se puede descender al mismísimo infierno. Inmóvil como un camaleón, una gárgola con pecho de mazapán y aliento de invierno.
No permanezco tras ella demasiado tiempo, alguna vez me ha pillado por sorpresa y se ha enfadado. « ¿Qué haces?» Leo en su nuca mientras estira una mano hacia atrás que me dice que me vaya. El brazo se le disloca entre calada y calada, como si la hubiera cogido en falta o roto algún encantamiento.
Ella, en realidad, no fuma o no tiene adición, solo lo hace por la noche cuando el insomnio la ronda, y nunca un cigarro solo, dice que todas las cosas buenas tienen que ser un mínimo de dos o cualquiera de sus múltiplos.
No importa que no le vea la cara, sé que en cada calada entrecierra los ojos, no porque le moleste el humo, es por un efecto simpatía con el fruncir de los labios. Se arruga, envejece veinte años en cada aspirar. Coge el pitillo de un modo masculino, doblando los dedos, casi haciendo un cucurucho, y esa hombría impostada la llena de sensualidad.
Me acuesto con la excitación en alza y antes de recuperar el calor de las sábanas, ella reptará por el colchón hasta alcanzarme la boca, con su lengua de bicha ardiendo, ahumada con tabaco rubio. Pierde los pies cuando se sube a la cama, se desliza arriba y abajo, y sé que es ella y no un reptil, por dos arañazos negros que me raspan con la mirada.
Cambia todos los sentidos de sitio, imprevisible, nunca sé cómo va a devorarme, a veces lo hace de oído, a menudo con la boca y otras muchas con las manos, da igual el modo, siempre acabo siendo el primer plato de su orgía sensorial. «Todo entra por los ojos» dice mientras me cuela por su nariz, con su olfato de perra que marca el rastro.
También lo hace cuando salimos a cenar fuera de casa, provocarme con su mala educación. Coge algún entrante con la mano, se lo acerca a la cara, lo huele y lo lame, a la vez que su pie me busca bajo la mesa, come con la boca abierta, yo la regaño sin autoridad, «sé hacerlo mejor, con corrección y urbanidad, pero no me da la gana, es alimento, no me avergüenzo de lo que como». Ella es así, asilvestrada y libre.
«Me gustaría vivir en un bosque» responde a mi mirada de satisfacción, riéndose cuando le resbala la última gota de esperma entre los labios, mientras la recoge de la comisura como si fuera el regusto de un helado, como si hubiera estado pensando en ello durante todo el proceso de deglución que a mí me ha dejado vacío, vacío y seco. No le pregunto que a qué viene eso, porque no tengo fuerzas y porque ella ya se ha quedado dormida agarrada a mi muslo, dice que le agota más mi placer que el suyo y así pasa el resto de todas las noches, enroscada en mi pierna, para que no me vaya.
Pura poesia y sensualidad
¡¡Gracias, Su!!
Naturaleza del deseo humano.
Así es, Gisela. Gracias por leerlo.
Bello y semsual
Muchas gracias, María, y muchas más por leerlo.