EL SUR

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I.
El Gringo no lo dudó ni un momento. Sacó la macheta del cinto y sujetando del cabello a Urbieta, que estaba de rodillas sobre la arcillosa tierra de Finca Galera, cortó su cabeza de un par de buenos viajes. Una fuente de sangre manaba del desmochado cuerpo de Urbieta que ya, tendido como un saco, aún movía espasmódicamente piernas y brazos.
El Gringo tenía la cabeza del recién ejecutado sujeta de los pelos con su mano derecha. La levantó y poniéndola a la altura de sus ojos, exclamó:
– Esto te pasó, Hideputa, por negar que la muerte llega sólo cuando uno quiere, que yo mandó en este mundo y en el otro, ¡carajo!
Y la cabeza, aún con los ojos abiertos y con la boca abriéndose y cerrándose debido tal vez a un espasmo muscular producido por el tremendo traumatismo, exhaló sin saber como, un profundo quejido que nos heló la sangre.
Después, el Gringo mandó que la testa de aquel miserable fuese conservada en un gran tarro de cristal lleno de formol, que fuese llevada a sus aposentos personales y colocada en la vitrina de los buenos recuerdos.
El cuerpo de Urbieta fue desmembrado
con hachas, hervido en un viejo barril de Exxon y posteriormente, devorado por aquellos que, de una manera u otra, habíamos tenido algo que ver con su muerte.
En las semanas siguientes, mi patrón, Cristo de Gracia, el Gringo, llamado así por haber vivido hasta los diez años en Phoenix, dejó de salir de la hacienda. Pasaba las horas muertas encerrado en su cuarto hablando solo, escupiendo insultos y clavándolos en las paredes. A veces se le escuchaba llorar y pedir perdón a todos aquellos a los que había arrebatado el cuerpo y el alma almacenando sus cabezas en tarros de formol una junto a otra, creando la oscura comitiva del espanto.
En la mañana del cuatro de junio, Aldonza Rey, una de las criadas y concubinas de Cristo de Gracia, fue encontrada en el dormitorio de su amo, devorando el cadáver de éste. Previamente le había decapitado con un serrucho y posteriormente había guardado su cabeza en un tarro de cristal lleno de formol, en la vitrina de los buenos recuerdos, junto a la de Urbieta.
Interrogada Aldonza por Guzmán Rojo, el capataz de Finca Galera, ésta sólo llegó a balbucear frases inconexas acerca de que Don Cristo le había rogado que acabara con su vida de la misma manera que él había acabado con los de las chollas de la vitrina y que después colocará su chiluca metida en formol, al lado de la Urbieta, que muchas cosas tenía que platicar con él.
Rojo no se creyó nada de lo que decía aquella mujer y pensando que había asesinado al Gringo, tal vez por odio, tal vez por despecho, le descerrajó dos tiros en el pecho y uno en la boca “para que esta puta no suelte más pendejadas”. Quemamos su cuerpo con gasolina y después, nos acercamos a la cantina a matar unos pulques.
Muerto el patrón, nada más falta hacía permanecer en Galera; de modo que Guzmán Rojo repartió jornales y distribuyó, porque así lo tenía escrito, los escasos bienes del Gringo entre sus trabajadores. Después, cada uno partió donde la gana así le pedía.
Yo me quedé allí, en el barracón donde había dormido y vivido los últimos años. Había cogido cariño a aquella tierra seca, qué le íbamos a hacer.
El tiempo cubrió aquellos sucesos con una fina pátina de olvido; sólo yo deambulaba por allí como alma en pena, malviviendo en una extraña soledad compartida con la colección de cabezas de don Cristo, la suya incluida, que aún seguían dentro de casona, pues nadie había tenido el cuajo siquiera de atravesar el dintel del portón de entrada a la casa; tampoco yo.

II.
Aquella mañana, dos coches con matrícula de Sinaloa entraron en la finca, aparcando junto al barracón que me servía de vivienda. Yo estaba fuera, sentado en el suelo, apoyando mi espalda sobre un abrevadero, viendo cómo un cigarro se consumía entre mis labios.
De aquellos coches bajaron cinco hombres, uno de ellos, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, era llevado casi en volandas por dos de los otros cuatro.
El más grande, al verme, se acercó a mí. Era un tipo alto, vestido con un traje barato y unos zapatos de la misma ralea. Llevaba un revolver dentro de la chaqueta que no se molestaba en ocultar.
– A las buenas.
– Igual le digo.
– ¿Es ésta la hacienda del Gringo?
– Sí, señor, ésta es.
-¿Y está el patrón?
– Murió.
– ¿Y cómo fue?
– Una de sus putas acabo con él.
El hombre se quedó pensativo.
– Y ahora ¿Quién se encarga del negocio? Traía a este tipo para que aquí en Finca Galera se ocuparan él.
– Yo mismo -respondí sin pensar. Trabajé con don Cristo durante mucho tiempo. Sé lo que hay que hacer.
El hombre se me quedó mirando fijamente.
– Pues si es así, me alegro. No hemos hecho el viaje en balde. Nuestro patrón quiere que este pendejo tenga su justo castigo.
– ¿Pues qué hizo?
– mordió la mano del que le da de comer; pinchó con la sin hueso a la hija del jefe, dejándola preñada; Lucita, una preciosidad de 17 años que ya el patrón tenía apalabrado casamiento con un reconocido juez de la capital.
– Se merece lo que le espera, pues.
El hombre echó mano al bolsillo de atrás sacando una cartera de piel de bovino.
– Y el apaño ¿A cuánto asciende?
– Pues a la voluntad. Todo depende de las ganas que se tengan de venganza.
– El patrón me ha dado dos mil dólares americanos, toma cógelos.
Alargué el brazo y cogí el fajo de billetes.
– Haré un buen trabajo, tuve un buen maestro.
-¿Te importa que nos quedemos a ver cómo haces el apaño? El jefe querrá saber.
– Desde luego. El que paga tiene todo el derecho. Venga, a ello. Acercadme al pinche y ponedlo de rodillas frente a mí.
Y mientras sacaba el machete de la funda y comprobaba su filo, el pobre desgraciado fue colocado en la posición deseada.
– Quitadle la venda -dije- que mis ojos tienen que ver el miedo del condenado y el último reflejo que se grabe en sus pupilas para que el trabajo resulte ¿Cómo te llamas, maestro?
El arrodillado, con la cara amoratada e hinchada por los golpes, apenas entreabrió los labios para soltar su nombre dentro de un tarro de formol.
– Artemio.
No dijo más.
– Pues ahora que tienes nombre, yo te lo quito, pendejo.
Agarré el cuchillo del cinto y tirando del cabello de Artemio hacia atrás, dibuje un semicírculo de sangre en torno a su cuello.
Esperé un poco a que el guey se desangrada y perdiera el medio sentido para terminar el desmoche completo. En dos viajes, la cabeza del amante fallido estaba separada del cuerpo.
– Bueno, pues la cosa está hecha, señores ¿Me echan una mano en el despiece?

III.
Hasta bien entrada la tarde, la carne no estuvo bien cocida.
Sentados sobre la arena de Finca Galera, los cuatro matones del patrón, Don Salvador y yo, devoramos buena parte del cuerpo del desgraciado Artemio. Después, bebimos tequila hasta casi perder el sentido.
– ¿Quieren la cabeza?
– No, tengo entendido que tú patrón tenía una colección de cabezas guardadas en tarros. Que la sesera de este güey forme parte de ella.
– Así será pues – dije mientras pensaba en que sería una buena ocasión para subir a los aposentos del Gringo y contemplar su colección de tarros, añadiendo uno más a la hilera- ¿Quieren ustedes subir conmigo a verla?
Los cuatro hombres se miraron entre sí durante unos instantes. Después, el del traje barato se levantó del suelo y apuntando con el revólver al cielo, disparó un par de veces, como queriendo hacer un nuevo agujero de luz en aquella tarde que moría.
– ¡Pues claro que queremos verla, carajo!
– Vamos entonces, señores.
Cogí la cabeza de Artemio por el pelo y la dejé caer sobre un roñoso cubo de zinc.
– Anden, echen un poco de gasolina al cubo, que se cubra la cabeza, que las moscas se están comiendo el alma de este desgraciado y eso nadie se lo merece.
El del traje hizo una seña con la mano a uno de sus compañeros, y el otro, refunfuñando, se acercó al auto, abrió la cajuela, sacó un bidón negro y acercándose a mí, empezó a verter un carburante de color verdoso en el cubo.
– Aquí, el jefecito Pedro, que me ha tomado por un huachicolero -dijo, mirándome fijamente o los ojos.
– No te me rezumes, Tomás – replicó el del traje- aquí, en este mandado, tú haces lo que yo te diga, que para eso el patrón me dio confianza. Después, cuando estemos de vuelta, te cagas en mi puta madre si quieres, pero ahora, ya sabes, a cumplir, que estamos de asuntos.
Tomás no respondió. Se limitó a seguir echando gasolina al cubo hasta que llegó al borde; eso sí, refunfuñando.
La visión de la cabeza flotando en el cubo que sostenía con la mano derecha, por alguna extraña razón, me llevó a puntapiés al obsceno recuerdo en el que unos compadres y yo, fuimos a echar la pasión a un putero cercano. Allí, en cada unos de los cuartos, a la derecha del jergón había un cubo de zinc en el que se tiraba lo que fuese de la ocasión en las cogidas de todo el día: fundas usadas, gargajos, escupidas de leche tras las chupadas de las chingonas, trapos manchados de sangre… bien entrada la madrugada, el contenido de aquel cubo se convertía en un repugnante vertedero, en un espejo en el que nos podíamos mirar todos los que habíamos pasado algún momento del día en aquel lupanar del demonio.
Un golpe en el hombro, me devolvió a la realidad. Era el tal Tomás.
– Bueno, compadre, ya lo tenemos ¿Todo correcto?
Asentí con la cabeza.
– Venga señores, síganme.

IV.
La subida hasta los aposentos del que fue mi jefe, se desparramó lenta en el tiempo;
Yo, delante, abriendo camino a las miradas curiosas de mis acompañantes entre el polvo, la mugre y los hondos quejidos de la madera seca al subir las escaleras.
– ¡Híjole! – exclamó uno de los otros dos hombres que hasta ahora no habían abierto boca- Esta casa plática con nosotros, mis cuates. Yo no soy muy de muertos, pero aquí se respira aliento de difunto ¡Huelan, huelan! Cuanto más subimos más se mastica el cheire. Mejor dejamos la cabeza del Pinche esté aquí mismo y nos regresamos afuera ¿No creen?
– No, no creo -replicó airado Pedro- Mira, Chencho, huevón de la verga; el miedo te lo metes bien por el culo. Aquí estamos para lo que estamos: vamos a subir hasta donde el Gringo tenía sus cabezas, vamos a dejar la del Artemio allí también y después, ya veremos ¿Verdad, tú? -preguntó señalándome con el dedo-
– Así es -repondí- ustedes me han pagado dos mil dólares por un trabajo y aquí, en Finca Galera, hasta que no se mete la chola en el frasco, la faena no puede darse por acabada. Es lo que hay. Por cierto, ya estamos. Es esa puerta. Sacaré la llave para abrirla.
Y eso hice; el bronce de la llave se hincó en la cerradura y al punto, un mar de extrañas voces se parió tras la puerta que ya entreabierta, quería quemarse de miedo.
Nadie dio un paso, no hizo falta, pues fue aquella boca negra de habitación la que nos engulló con aquel olor a podredumbre y formol. No recuerdo nada más de lo que sucedió después.

V.
Después…
Lo primero que vi al abrir los ojos, fue la cabeza de Artemio a la misma altura de la mía, con los ojos abiertos y una extraña sonrisa. Debió de caer del cubo y ahora, me observaba con ojos vidriosos a menos de un metro de distancia del suelo en donde yo yacía inmóvil, sin capacidad alguna siquiera de mover el cuello o un dedo de las manos. Durante un buen rato intenté ponerme de pie sin éxito alguno; algo me tenía pegado al suelo de aquella maldita habitación.
Se hizo de noche, y de la negrura, el zumbar de las moscas sobre la cabeza de Artemio y también sobre la mía, me regresó a los agrios recuerdos: el sabor de la carne casi cruda, la sangre coloreando risas huecas, las peleas a muerte por una chaqueta buena de un sacrificado.
En la amanecida, el sol del verano tiró sus rayos sobre la ventana de la estancia y pude ver mi sombra proyectada sobre el pinche del suelo; con la ventana atrás de mí, el negro no proyectaba cuerpo, ni brazos, ni nada; sólo la eclipse de mi cabeza “on The floor”. Grité, sé que lo hice. Alguien o algo me elevó de los pelos y metió mi mocha en un transparente frasco lleno de formol. Cerré con fuerza los ojos por no verme a mismo descabezado y obedeciendo los mandados del propio infierno.
Han pasado algunos años y Artemio, sigue llorando su amor perdido bajo la atenta mirada del Gringo que no para de abrir y cerrar la boca, como echando de menos el sabor de la carne muerta. Yo por mi parte, rezó para que algún día, esta casa y todo la maldita tierra que la rodea, sea engullida por las llamas del Averno. Que Dios perdone mis pecados.

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