Añoro el programa de televisión Jazz entre amigos, que presentaba el inolvidable Juan Claudio Cifuentes (Cifu para los amigos), alguien que lo sabía todo del jazz; también echo de menos el radiado Jazz porque sí. Al acabar 1991 TVE pasó el último programa, dedicado en exclusiva a Oscar Peterson.
El genial músico canadiense vino al mundo hace ahora justo un siglo. Su madre era cocinera y asistenta, nacida en San Cristóbal (Antillas británicas), su padre era marinero, nacido en Santa Cruz (Islas Vírgenes; a unas cien millas de Puerto Rico), y se esmeró en que sus hijos fueran músicos. Oscar tocaba la trompeta y el piano, instrumento en el que pronto se centró en exclusiva. Aprendió música clásica, estimulado por su hermana mayor Daisy: ‘Que por ti no quede’, le repetía. No tardó en dirigir hacia el jazz su prodigioso talento, su entusiasmo y su absoluta dedicación. Se hizo con una técnica prodigiosa. Persiguió desde niño hacer siempre lo mejor posible con el piano y controlar y aunar todos sus sentidos, emociones, vigor físico y capacidad mental.
En su fulgurante carrera, fue decisiva la figura del productor estadounidense Norman
Granz, quien sería su mentor y su mejor amigo. En sus memorias Mi vida en el jazz (Kultrum), Oscar Peterson ensalza su valentía, tenacidad, sensibilidad y comprensión. El cortés y respetuoso Granz era blanco y se negó a actuar en recintos racialmente separados.

Siempre dispuesto a elogiar las mejores cualidades de los demás, Peterson valoraba el gusto de hablar de forma muy abierta y afable. La música era casi todo para él, pero no lo era todo. Del violinista Stuff Smith destacaba su sentido del ritmo y el tempo que “guiaba todos y cada uno de sus movimientos, en lo musical y en lo humano”. De Duke Ellington, rey de reyes, ensalzaba su calidad humana: su inmensa elegancia y la capacidad que mostraba de “atraerte a su círculo íntimo al dirigirte unas palabras”, “una efervescencia natural que se ganaba a todos cuantos estaban en su presencia”.
Su político predilecto ‘desde siempre’ fue el primer ministro canadiense Pierre Elliott Trudeau. El Premio Glenn Gould, rtepen principio reservado a los músicos clásicos, le fue concedido por unanimidad en 1993. Veinte años antes le fue concedida la Orden de Canadá, “el mayor de los honores en mi carrera”. Le embargó la emoción tener presentes a sus padres en aquella oportunidad. Con transparencia declaraba el dolor y frustración que le producía la artritis que sufría: “esa artera rigidez en crecimiento es la pesadilla de todo pianista”.
Tendría unos cincuenta años de edad cuando compró su primer instrumento electrónico, lo que le llevó a adentrarse en nuevos mundos musicales. Luego probó un sintetizador, del que dijo:
“Sus prestaciones me dejaban asombrado: podías grabarlo todo al instante, contaba con dieciséis pistas, resolvía todo tipo de problemas metronómicos imposibles de solventar por un ser humano y producía un sonido etéreo verdaderamente cautivador. Era un placer componer con él, imprimir la música según la iba anotando, contar con sus respuestas instantáneas a mi edición pormenorizada”.
Sin embargo, tenía claro que, muy a menudo, la música electrónica que se hace es mediocre bazofia sonora.
Disfrutaba con los telescopios y con la pesca, que le aportó calma en su vida: “me ha enseñado a disfrutar al máximo de momentos de serenidad absoluta”.
Entendía que el jazz había sido víctima de la traición y de una asimilación calculada, “y hasta de intentos de aniquilación”. Pero estaba convencido de que no lo podrían demoler y que saldría adelante.
Con dignidad y sin victimismo, daba cuenta de desplantes racistas que había experimentado, tanto sobre él como sobre sus hijos. Insultos, desprecios, rechazo a darle la mano. Veía que muchos jóvenes crecían aceptando la denigración racial a su alrededor:
“De forma subconsciente aprenden a aceptarlo como parte del status quo y lo interiorizan llevándolo a sus propias vidas y a las de sus familias, sin llegar a darse cuenta del veneno que difunden”.
Se trata de una reflexión no sólo interesante, sino válida para interpretar las muy distintas formas de acoso que se ejercen con el afán de humillar y hacer daño. Los acosadores pretenden enseñar a sus víctimas a dejar de defenderse y permitir que les hagan más daño todavía. Dejarse humillar, renunciando al decoro y a toda autoestima, puede ser el resultado de un aprendizaje perverso y programado. Hay que denunciarlo, preverlo y tratarlo con valentía y rabia justiciera.





