SER, DEBE SER, PODER SER

1
48226
97

 

En algún momento de nuestra vida —no siempre llega pronto, no siempre llega fácil— nos asalta la pregunta esencial: ¿por qué estoy aquí?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿cuál es mi tarea? Muchos evitan estas preguntas refugiándose en lo inmediato: qué profesión elegir, cómo ganar dinero, cómo lograr seguridad o reconocimiento. No son preguntas despreciables, pero rara vez tocan el fondo. Otras veces, nos quedamos en el “cómo” sin preguntarnos por el “para qué”.

Imagen aportada por el autor del texto

Más allá de esas cuestiones prácticas, hay otras más hondas: ¿quién soy?, ¿quién debería ser?, ¿quién podría llegar a ser? No solo como individuo, sino como parte de una comunidad, de una sociedad, de una humanidad compartida.

Cuando uno entra en un camino de búsqueda —da igual cómo lo llame: desarrollo personal, despertar espiritual, crecimiento interior— no suele hacerlo libre de expectativas. Al contrario: llega cargado de ellas. Y ese es, paradójicamente, uno de los primeros obstáculos. Como enseña una vieja parábola zen, la taza que está llena no puede recibir nada nuevo: hay que vaciarla primero.

Cuando me senté por primera vez a observar mi vida con honestidad, me sentí torpe. Cada gesto, cada hábito, cada palabra que analizaba parecía cargada de significados que apenas intuía. Comprendí que no se trataba de “entenderlo todo” de inmediato, sino de estar dispuesto a ver, a dejarme impactar, a dejarme transformar. Estar en condiciones de ver no es ya ver claramente, y mucho menos comprender. Es, sencillamente, estar disponible.

Hoy, cuando me pregunto quién soy, puedo responderlo con humildad: soy un aprendiz. Un aprendiz de mí mismo, de la vida, del amor, del trabajo interior. Mi cabeza está todavía demasiado llena de certezas viejas, de miedos, de inercias. Vaciarla no es sencillo, pero sé que solo haciéndolo podré llenarla de algo verdadero.

Cuando pienso en lo que debería ser, me asalta la duda: ¿podré? Sé —y no es falsa modestia— que dentro de mí hay algo que espera emerger: una versión más plena, más lúcida, más generosa de mí mismo. Pero por más que busco no consigo verla del todo. Intuyo que está allí, atrapada bajo capas de condicionamientos, de prejuicios, de heridas, y que solo podré liberarla con trabajo paciente. Y sin embargo, cada pequeño avance me parece apenas un roce, un tanteo.

He aprendido que nadie hará ese trabajo por mí. Es mi responsabilidad, mi tarea. Eso no significa que esté solo. Observo a quienes admiro: personas que caminan con integridad, que transmiten serenidad, que inspiran confianza. Ellos no me dicen qué hacer ni cómo hacerlo, pero su mera presencia me sostiene. Saber que existen, que es posible avanzar, que otros han recorrido antes este sendero, me da fuerza.

Durante mucho tiempo avancé con un temor paralizante: miedo a romper, a equivocarme, a fracasar. Pero he ido comprendiendo que el miedo no enseña. Que solo aprendemos haciendo, arriesgando, equivocándonos y volviendo a empezar. Como dice un refrán popular: “Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción”. Y como enseña Kipling, maestro para muchos buscadores de sentido:

Si arriesgas en un golpe y lleno de alegría

tus ganancias de siempre a la suerte de un día,

y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea

sin decir nada a nadie de lo que es y lo que era.

Ese es el corazón del aprendizaje: intentarlo, caer, levantarse, seguir.

Miro mi vida. Veo sus aristas, sus imperfecciones, sus opacidades. Me pregunto si alguna vez lograré esculpir en ella algo digno, algo bello, algo que encaje con ese ideal que a veces vislumbro y otras veces pierdo de vista. Me digo que sí, que es posible, que puedo. Y me lo repito no por soberbia, sino por esperanza: porque si no creo en la posibilidad de cambiar, no lo intentaré nunca.

Sé que el “mejor yo” no es una invención, sino un descubrimiento. No tengo que crearlo, sino liberarlo. Quitar lo que sobra, dejar aparecer lo esencial.

He entendido que el verdadero aprendizaje no ocurre mirando desde lejos, ni pensando eternamente en lo que uno debería hacer. Ocurre cuando nos ensuciamos las manos, cuando probamos, cuando nos atrevemos a fallar. Solo trabajando, solo arriesgando, solo caminando se aprende. No es impaciencia, sino confianza paciente. No es exigencia de perfección, sino compromiso honesto.

Y así avanzo. Lento, sí. Pero avanzo. Leo, estudio, escucho, observo, me detengo, reflexiono. Cada vez que me enfrento a mí mismo —a mis defectos, a mis temores, a mis deseos— lo hago con una mezcla de prudencia y coraje. Cada vez que me equivoco, trato de aprender. Cada vez que acierto, agradezco. Cada vez que dudo, respiro hondo.

El trabajo interior no se hace solo pensando en él. Hay que hacerlo. Hay que vivirlo. Hay que practicarlo. Solo así se afina la mirada. Solo así se afinan las manos del alma.

Al final del día, sé que la pregunta que me acompaña no es solo quién soy, sino quién podría llegar a ser. Y en ese “poder ser” encuentro una llamada profunda: a confiar en el proceso, a honrar el esfuerzo, a dejarme moldear por la experiencia. Sé que no camino solo, aunque nadie pueda caminar por mí. Sé que no estoy perdido, aunque a veces me sienta a oscuras.

Y si alguna vez me detengo, me recordaré aquellas palabras que guardo desde hace más de sesenta años como un faro personal: confía. Si pierdes, lánzate de nuevo. Si fallas, aprende. Si dudas, pregunta. Si temes, avanza igual.

Porque el verdadero trabajo no es solo sobre lo que hacemos: es sobre lo que somos. Y el verdadero crecimiento no es solo individual: es un regalo que, al transformarnos, ofrecemos también a quienes nos rodean.

 

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí