Contribuir al logro de un fin cualquiera nos concede algún ‘valor’, no importa que el objetivo sea bobo o sea mezquino. Nos permite sentirnos importantes, y siempre habrá alguien que nos aplauda y que esté dispuesto a convertir una fechoría, si es el caso, en una heroicidad.
¿Se puede encontrar un fin más noble y conveniente que el de ayudar a alguien concreto a salir adelante? Claro está que no se trata de imponerle nuestras ideas y proyectos. Lo primero es atenderlo y escucharlo con respeto. Es lo opuesto a la indiferencia y el desprecio; no digamos a la explotación, siempre presente en la historia de la humanidad. Hay que resaltar que estos asuntos privados tienen una importancia capital, y que la sociedad se constituye de forma callada en torno a ellos.
Hablemos de la desesperación, en todos los órdenes. Siempre es mejor prevenirla, pero una vez declarada hay que saber intervenir, en la medida de lo que sea posible.
Refiriéndose al desespero más trágico, el psiquiatra Boris Cyrulnik ha advertido que “el cúmulo de acontecimientos que desencadenan el acto suicida resulta de una cadena de desgarros invisibles”. De ahí la exigencia insustituible de desarrollar sensibilidad y prestar atención, tanto a nuestras acciones como a las de quienes nos rodean; también a lo que se deja de hacer. ¿Se educa para esta viveza? ¿Se educa en el compromiso afectivo, familiar y cultural, que es el gran aliciente y motor del deseo de vivir? ¿O, más bien, se consienten mil agresiones de exclusión y acoso, haciendo la vista gorda o participando incluso en el maltrato que se ceba sobre las víctimas?
María Quesada acaba de publicar un libro con veintitantas historias reales, unos relatos escritos desde el amor que expresan dolor y esperanza, con la resolución de no aceptar el suicidio y afianzar las vivencias positivas frente a las negativas. Le ha puesto prólogo Edurne Pasaban, ingeniera y alpinista (es la primera mujer que ha coronado los catorce ochomiles), y ha hecho hincapié en la perentoria necesidad de que alguien se dé cuenta de lo que te pasa y te atienda.
En ‘La niña amarilla’ (Vergara) se manifiesta un común y enérgico afán por romper la cadena de dolor en que nos hayamos podido ver cogidos, dejándonos bloqueados y sin salida. Hay que arrimar entonces el hombro con los situados en la fragilidad. Una de las autoras de estos escritos se sincera: “Quería que una cuerda mágica me sacara de ese pozo negro sin fondo y me arrastrara a la luz”.
Aunque no seamos suficientemente poderosos, podemos escoger la vía de hacernos cargo de los quebrantos y sufrimientos que se suceden, y tomar entendimiento de ellos. En ocasiones, éstos no llegan a salir del silencio y la tensión acumulada en el propio cuerpo no acierta a encauzarse y salir de la jaula que trastorna. Pero desentenderse del dolor ajeno es lo propio del ser reaccionario. Hay un deber razonable de brindar vínculos y apegos, y estimular la mejor versión de cada persona. En todo caso, ¿no es posible, cuando menos, evitar hacer mala sangre y soltar palabras destempladas e hirientes, que tantos efectos negativos llegan a producir?
¿Cuántos se sienten como hormigas insignificantes o como basura, con nula consideración de sí mismos? ¿Saben siquiera sentir y verbalizar sus emociones o bien están vaciados y huecos?
A menudo todo se agrava con las drogas y el abuso del alcohol, con parejas tóxicas. Y la vida se nos va de forma infame y ocultamos nuestra realidad con mentiras, aceptando lo intolerable, dando incluso las gracias a quien abusa de nosotros y nos maltrata.
Adaptarse al medio tiene límites, no pocos imploran ser aceptados en las redes sociales y encajar en el robot que la gente (seres confusos y autoritarios, que no son nadie concreto y que no tienen contemplaciones) exige que todos debemos ser. Una alternativa es refugiarse en un inadecuado sentimiento de vergüenza o de culpa irracional. En algún momento hay que salir del armario y airear nuestra realidad y nuestra situación, sólo así tendremos oportunidad de elevarnos, con valor y honradez.
A todo se puede sobrevivir, también a los severísimos traumas heredados, con tal de que nos enfrentemos al dolor emocional, recibamos una oportuna ayuda y no nos falle el Teléfono de la Esperanza, dejando de contestar a nuestra llamada.
Una de las autoras de este libro confiesa haberse convertido en su propia abusadora mental. Reconocerlo es el primer paso para liberarse de esa rémora. Son asuntos que exceden a la política y que nos implican a todos como ciudadanos y como personas: aportar rayos de luz en la oscuridad y pasar del impulsivo amarillo al verde esperanza.