COMO QUERÍAMOS DEMOSTRAR

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El mejor país del mundo para vivir es un sitio mediocre para estudiar. Y sin embargo aún quedan profesores empeñados en amargarnos la existencia intentando sacar lo mejor de nuestros hijos.

 

Creo que era Gila el que reaccionaba, encarnando uno de sus personajes, al comentario de que su mujer era muy fea. “¿Comparándola con quién?”. De la misma forma, los análisis realizados sobre los resultados del último informe PISA, que nos otorgan la peor calificación histórica desde que existe el estudio, se consuelan como tontos: los países de la Unión Europea, y también los de la OCDE, se desploman estrepitosamente, hasta quedar tan “solo” un punto por encima de España. Qué alegría da saber que los alumnos españoles ya no son más burros que los noruegos, sino que estos son ya tan burros como los nuestros. Una vez más, Gila (que era un rato feo; lo digo para que no me acusen de nada) tenía razón.

Puede que algunos países europeos hayan decidido, en un loable empeño de homogeneización, redactar treinta y seis leyes educativas diferentes y aplicar una para cada semana lectiva, volviendo locos a padres, docentes y alumnos, poniéndose así al día con la tradición en nuestro país. Aunque lo más seguro es que la digitalización de la sociedad haya reducido, en casi todas partes, la capacidad de atención y concentración requerida para leer un texto de más de una página; y que la vida cotidiana de los chicos, sometida a la ley del impacto audiovisual instantáneo y efímero, les impida realizar razonamientos matemáticos abstractos.

Sostiene Thomas Piketty en Capital e Ideología que el avance industrial del Reino Unido en el siglo XIX se vio acompañado por una mejora sustancial del sistema educativo, que condujo a un incremento exponencial de la productividad; que a continuación, fue Estados Unidos quien tomó la antorcha de la excelencia académica, y se puso a la cabeza de la segunda Revolución Industrial. Añade que una de las explicaciones del declive de la productividad norteamericana es la degradación de la enseñanza media y universitaria, que salvo el caso de las universidades de la “Ivy League”, se han convertido en una especie de “pinta y colorea” (sus resultados son aún peores que los nuestros). Son los países asiáticos los que ahora lideran la clasificación PISA, y aunque la excelencia educativa no garantice la felicidad ni el crecimiento económico, sí que es un factor fundamental para mantener un adecuado nivel de productividad. Ya saben, esa cosa que genera un alto valor añadido por hora de trabajo, como freír boquerones o servir cervezas en una terraza. La educación, además, vale para muchas otras cosas. No se puede hacer a la gente estúpida, porque no lo es: pero sí mantenerla en la ignorancia y en la incultura, para que vivan sus vidas guiadas, única y exclusivamente, por las emociones. Y últimamente Occidente va sobrado de eso.

Es un lugar común afirmar que nuestros mejores cerebros desarrollan sus carreras profesionales en el extranjero. En este mundo globalizado es lógico que los países con un tejido empresarial y educativo (un ecosistema, se dice ahora) favorecedor de la investigación y el estudio se cobren las mejores piezas, vengan de donde vengan. Pienso en la biofísica Eva Nogales, que suena para el premio Nobel, o la violinista María Dueñas, que con 21 años es disputada por los mejores directores de orquesta del mundo. La primera vive y trabaja en Berkeley, y la segunda en Viena tras haber pasado por Dresde. Ninguna de ellas hubiera podido alcanzar las cotas de excelencia a las que han llegado si hubiesen permanecido en España: los padres de María Dueñas, que solo tiene 21 años, han debido abandonar sus trabajos y fijar su residencia en Austria.

Maria Dueñas

Ahora pensarán ustedes que diré eso de “qué vergüenza de país, vaya porquería” y tal (por cierto, qué mal se casa eso con lo de “España es el mejor país para vivir del mundo”). Pues no: aunque el asunto de PISA da para mucho más (por ejemplo, que los alumnos pobres obtengan, en todas partes del mundo, peor calificación que los ricos; debe ser que son tontos, y por eso son pobres), en realidad voy a otra cosa.

En su último viaje a España, Nogales quedó con las tres profesoras del instituto colmenareño que hicieron que se enamorase de la ciencia hace más de 40 años. Y aquí están sus nombres: Ana Cañas, que le dio clases de Física; Ana de Frutos, de Biología; y Avelina Lucas, de Matemáticas. Tres funcionarias de un centro público, seguramente mal pagadas y dotadas de muy escasos medios, que hicieron, simplemente, lo que tenían que hacer: reconocer el talento, estimularlo, luchar contra el viento y la marea de la desidia y el abandono escolar; realizar su trabajo. De la misma manera, imagino que un profesor o profesora del Conservatorio de Granada, ellos también empleados públicos, supieron ver el increíble potencial de una niña superdotada, lo cuidaron con mimo, haciéndolo crecer hasta donde ellos pudieron llegar, al menos evitando que se perdiese en la mediocridad. Después, ya se sabe: toda esa brillantez tuvo que hacer las maletas.

Pienso en esos docentes, apasionados amantes de la ciencia y de la música; pienso en mi profesor de matemáticas, José Antonio Medina, que hace más de cuarenta años recorría la pizarra como un loco tras haberla llenado de complicadísimas fórmulas. De alguna manera, conseguía hacerlas comprensibles para mí, un pobre chiquillo de letras. Después, poseído por el espíritu de Leibniz, escribía el acrónimo “c.q.d.”: cómo queríamos demostrar, y golpeaba el pizarrón con los nudillos. Pienso en el Ildefonso, a quien su pelo intrincadamente rizado y negro hizo merecedor de un mote cruelmente púbico, de los que solo saben poner los niños; él me enseñó, a mis dieciséis años, que la historia no va de solo de batallas o de héroes, sino fundamentalmente de procesos económicos, sociales y culturales; consiguió que yo leyese por mi propia iniciativa los libros de Domínguez Ortiz y Miguel Artola que nos recomendaba desde el estrado, y que descubriese de dónde salía la negra historia reciente de mi país con mis ojos de adolescente. Qué poco dinero ganarían, cuántas horas entregaron para que otros pudiésemos volar más altos que ellos. Cuántos más se pierden en mi memoria, y seguramente en la de ustedes, en una neblina que no alcanza ya a recordar a los profesores de primaria que empezaron a conformarnos como personas.

Qué orgullo para esas profesoras de Colmenar, ya jubiladas, tomarse un café con una alumna que podría recibir el premio Nobel. Qué triste comprobar que el esfuerzo y el dinero que el sistema educativo español invirtió en ella se transfirió gratis a otro país que supo hacerlo mejor que nosotros. Qué agradecimiento profundo debemos a toda esa gente que hizo su trabajo simplemente porque era su deber; y también para todos lo que continúan haciéndolo hoy, venciendo su frustración aun a sabiendas de que el sistema solo quiere carne de cañón. Por favor, sigan aporreando la pizarra con entusiasmo, y no dejen de gritar que lo querían demostrar. Algunos ojos atónitos seguramente los están mirando.

1 COMENTARIO

  1. El análisis me parece más que interesante. Espero que llegará el momento en que el sistema educativo además de proveer de conocimientos – algo por otra parte irrenunciable – admita que, además de saber “qué” cosas hay que aprender, también amplíe el foco hacia el “cómo” hay que hacerlas (y eso se llaman competencias como la creatividad, trabajo en equipo, resiliencia, etc…)

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