Nos pasamos la mayor parte de nuestro tiempo manifestando como deberían hacerse las cosas para que nuestro entorno social fuese mejor. Los más sensatos pasando de la manipulación ideológica y, consiguientemente, del fanatismo político, sólo un pequeño porcentaje de la población que sobresale del borreguismo generalizado, ovejas negras para la casta, incluso la anticasta arrimada a quienes les permite cierto protagonismo en el círculo político.
Pero como no es mi intención hablar de política, máxime, cuando quienes la ejercen se representan a ellos mismo, incluso por encima del partido al que pertenecen, con una absoluta inutilidad, véanse los resultados; sino hablar del ser humano y de su capacidad de soñar por un mundo mejor, me lleva a plantearme qué hacemos realmente por cambiarlo.
No se si mi rotundidad en afirmar que vivimos en un mundo distópico por la cobardía de luchar por nuestros sueños utópicos, puede considerarse un atrevimiento o insulto por la consustancial adjetivación de la cobardía del ser humano, sin embargo, no es mi intención sustraerme de mi parte de responsabilidad en esta caótica existencia por la falgta de héroes sin capa, de seres valientes en la lucha contra este mundo totalitario de globalidades absolutas, bajo ideologías determinadas que suponen la más profunda alienación de las mentes, donde no tiene cabida el diferente, el versus suelto, el verdadero antisistema de este aparente orden planetario.
Vivimos en una estanqueidad hedionda donde nos conformamos con una supervivencia mediocre, donde nosotros mismos nos autoconvencemos de la imposibilidad de alcanzar nuestros sueños, unos bajo el complejo de ser etiquetados y otros de ser excluidos; viviendo, al final, en una esquizofrenia entre el utópico mundo interior y el distópico del exterior, cayendo en un coma vital, de pensar, incluso bajo una escondida soberbia, de que somos éticamente y culturalmente mejores que los demás, diferentes, viviendo de la alabanza externa de nuestro pequeño entorno, para satisfacción de nuestro ego… eso sin hablar de la patética existencia de seres oscuros en tronos de sabios sustentados por idiotas, que destruyen o contaminan lo que tocan, argonautas de un universo tan ínfimo como su propia existencia, que copian lo que leen, sin asimilar su contenido. Vórtices que absorben la voluntad de las buenas gentes, en clubes VIP de fastuosa moralidad disfrazada.
Al final sombríos zombis de filósofos presocraticos obsesionados por el principio y la sustancia del universo, por el mundo natural como la sociedad humana y la acción de los dioses y la influencia de las religiones, pero temerosos por la respuesta social a nuestras acciones encaminadas al cambio del desorden existencial, de las estructuras medulares del poder, huyendo de los dogmas, de ideologías sin ideas, de ideas preestablecidas estancadas en las coordenadas del lugar y del tiempo.
Somos capaces y tenemos una responsabilidad por nuestra propia subsistencia de soñar por un mundo mejor, arrimando nuestro hombro a los de otros seres soñadores como nosotros, para construir un mundo diferente, un mundo donde desplegar las velas de la libertad y del progreso, sin banderas ni dioses que dividan, cada uno utilizando las herramientas a su alcance, actuando en el escenario la vida cotidiana, del trabajo, de la relaciones sociales, con la oposición valiente a todo lo que sea contrario o destructivo al avance del conocimiento, con la conciencia consciente de que el bien debe imperar sobre el mal, con la comprensión suficiente del conocimiento que nos lleve a un comportamiento debido, libre de ataduras políticas, religiosas e ideológicas, pero no para nuestra propia vanagloria, sino para el crecimiento de la humanidad, aunque sea sólo dentro de nuestro pequeño mundo, porque las grandes construcciones se hicieron sobre cimientos fuertes, que pasan desapercibidos, pero que permiten que las grandes y gloriosas catedrales alcancen el cielo.