El poeta dijo que prefería al Dios de la resurrección, pero más bien parece que se acercan tiempos de pasión.
En la vida los mayores placeres suelen ser los inesperados. Movido por la cortesía que se debe a los amigos, y también por la curiosidad, acepté la invitación de uno de ellos para escucharlo cantar en un concierto de música gregoriana y polifónica. Acudí a la cita en una pequeña y hermosa iglesia románica a las faldas de la sierra segoviana. Era una tibia tarde de sábado; desde el atrio se divisaban las montañas, cubiertas aún de nieve y acariciadas por una alfombra de nubes grisáceas, deslizándose sobre las cumbres como un paño esponjoso. La columnata, cuyos capiteles borrados por el tiempo nos siguen hablando de un mundo de símbolos perdidos en el que creían sus artífices, separaba aquel paisaje natural de la atmósfera del interior con la nitidez sencilla de sus arcos.
El temor del ser humano a la muerte ha producido, a lo largo de la historia, unas músicas bellísimas y llenas de espiritualidad. Sentado al fondo de la iglesia helada, escuchaba aquellos cantos litúrgicos para Semana Santa, totalmente desprovistos de sentido religioso para mí, reverberar en los muros antiguos. Nada me dicen ya las advocaciones al dolor o a la supuesta pasión de un mesías; pero las tonalidades monótonas de la música, sus repeticiones nada inocentes y el eco lejano de mi educación religiosa sabían transmitirme la humildad con la que fueron compuestas, la simpleza de los hombres que las cantaron por primera vez, aterrorizados por la potencia de un Dios que, pensaban, tenía su destino entre las manos. Era una melodía bella y al mismo tiempo terrible por su sencillez. Un mantra que pretendía, cuando se compuso, postrar a todos, cantores o no, frente a un ser absoluto y eterno; el sábado consiguió, si no conmoverme, desde luego llevarme a un estado de introspección.
Mientras las voces se alternaban en las polifonías, llenando el templo de contrastes sonoros, afuera las ondas electromagnéticas llenas de basura digital rebotaban en los muros de piedra, gruesos como murallas, inmunes. Los insultos y las zafiedades que se lanzan cada día nuestros hombres y mujeres públicos, las noticias sobre comisionistas del dolor, defraudadores de impuestos y parásitos del poder no fueron capaces, durante el tiempo que duró el concierto, de ocupar nuestras mentes. Los ríos de heces y esputos de personas miserables y sofisticadamente burdas, que se sientan en grandes despachos, no pudieron penetrar las paredes de aquel refugio temporal de la belleza.
Pensaba yo esto escuchando las lamentaciones de Jeremías, y me vino a la mente “El mundo de ayer”, de Stephan Zweig. Aquel hombre, como tantos otros, no vio llegar la oleada de horror que conformó su época. Pensaba que la democracia era una realidad inamovible, dotada de una fuerza serena y grácil, pero rocosamente anclada en su mundo. Un buen día todo aquello se acabó, y su generación tuvo que vivir dos guerras para que el mundo recuperase algo de cordura. Mientras mi amigo cantaba gregoriano, en el país (aún) más poderoso del mundo, un hombre repugnante proclamaba que a los inmigrantes ilegales no se les puede llamar personas; y que si no gana las elecciones, habrá un baño de sangre (luego ha dicho que se le ha entendido mal). Millones de personas lo escuchan y aclaman, ignorando (u olvidando, no se sabe qué es peor) que otro hombre estrafalario pronunció casi exactamente las mismas palabras, antes de llevar al mundo a la hoguera. Oigo entonces al profeta llorando la destrucción de su país y de su ciudad, como si su llanto fuera, en realidad, un aviso:
“¡Cómo está solitaria la ciudad populosa! Se ha quedado como una viuda, la grande entre las naciones; la princesa entre las provincias tiene que pagar tributo.”
(Lamentaciones de Jeremías, capítulo 1)
Es posible que el mundo esté a punto de cambiar, en un vuelco radical y monstruoso que nos lleve a destruir (pues todos colaboramos en la tarea) la democracia que tanto despreciamos ahora mismo. Es posible que nosotros lo ignoremos, ocupados como estamos en nuestras pantallitas. La bazofia que nos rodea, que consumimos y al mismo tiempo difundimos con nuestro tribalismo digital, es quizá la espuma sucia de un hervor que anuncia un cambio de sistema, la llegada de un tecnofeudalismo, que dicho así suena hasta cursi, pero que puede estar a las puertas de nuestra sociedad. Deliberadamente, omito los signos de interrogación. Las preguntas empiezan a ser algo más que retóricas.
Stephan Zweig cuenta que, cuando el heredero del trono austrohúngaro fue asesinado en 1914, la vida se detuvo por un momento en Viena; pero que, a los diez minutos, la gente continuó con lo suyo, sintiendo incluso un cierto alivio por la desaparición de un personaje que les era desagradable. Nadie imaginó lo que vendría después, porque era sencillamente imposible. Cuando ocurrió, la multitud se apresuró a manifestarse en las plazas, enarbolando las banderas y enviando orgullosamente a sus hijos a alistarse. Años después, la historia se repitió, con mayor crudeza, y todo lo que existía en el corazón de Europa (del que nunca llegamos a formar parte) desapareció: la tolerancia, el amor a la belleza, la calmada apreciación de la razón y la ciencia. Zweig, aunque cargado de prejuicios eurocéntricos y burgueses, que le impedían ver los horrores del colonialismo, pensaba que el mundo que se desmoronaba ante sus ojos era el único, el mejor posible, y que no tenía sentido que unas fuerzas fanáticas quisieran hacerlo desaparecer: pero así fue. Y por dos veces.
La historia no se repite de la misma manera, claro está; pero mientras nuestras mentes circulan a toda velocidad por el ciberespacio, desprovistas de la capacidad de pensar; mientras nos obligamos a disfrutar de lo material para no poner nuestra atención en ningún sitio, y planeamos nuestras próximas vacaciones de Semana Santa, flota en el ambiente un aire irrespirable, una premonición ahogada que rechazamos imaginar por monstruosa. Tal vez haya que luchar para darse cuenta de que nuestro modo de vida, al fin y al cabo, merece la pena ser defendido y mejorado. El coste de esa lucha está aún por ver.
Nosotros desapareceremos, y quizá también nuestro mundo, como le pasó al pobre escritor austriaco y, junto a él, tantos millones de personas. Pero mientras los pájaros se unen al del coro, enriqueciéndolo con sus silbidos de apareamiento y de vida, pienso que en un futuro en el que ya no estemos seguirá habiendo locos como mi amigo, dispuestos a rescatar del olvido el canto de unos monjes medievales que no querían morir del todo. Si es así, lo único que es seguro es que los pájaros los seguirán acompañándo.
Buen descanso.
OTRAS PUBLICACIONES DEL AUTOR.
La velocidad de la vida no solo es cuestión de tiempo, tiene su razón en el espacio