Supongo que en estos días casi ninguno de nuestros lectores se habrá zafado del debate. O, como se dice ahora, la conversación. Yo, desde luego, he sido incapaz: incitado vivamente por los más entusiastas, animado por la familia y movido, lo reconozco, por mi propia curiosidad, he acudido al cine para ver el fenómeno cinematográfico del verano. No, no fui vestido con camisa rosa o bermudas blancas, ni llevé un lacito a lo Ken. Mi físico me impide, a estas alturas de mi vida, semejantes lucimientos. Sí lo hicieron numerosos jóvenes y familias que, al completo, parecían haber pasado por el centro comercial para lucir una indumentaria ad-hoc. Imagino que han salido de la proyección más despistados que yo.
Vaya por delante una cosa: suscribo todos y cada uno de los postulados que, de una manera sorprendentemente explícita, nos expone la película de Greta Gerwig. La desigualdad entre hombres y mujeres es un hecho evidente ante el que no se puede mirar hacia otro lado. Por mucho que se haya avanzado en nuestro entorno más cercano, y por más que nos consolemos comparándonos con países donde la situación es (ay) mucho peor, el elefante sigue en la habitación. Se lo dice un baby boomer que cada día descubre en su comportamiento, y aun en su pensamiento más íntimo, resabios machistas derivados de la educación de su época. Es inútil negarlo: soy, a pesar de toda mi buena voluntad, machista. Mucho o poco, pero soy. Como tantos hombres y mujeres que viven inmersos en una cosa que se llama “sociedad” y piensan en el marco de otra que se llama “cultura”.
Entonces (y esta es mi pregunta), ¿cómo cambiamos esa sociedad? ¿Cómo debe continuar esa lucha tan necesaria para que nos demos cuenta de una puñetera vez de que las cosas tiene que seguir avanzando, que no se ha hecho lo suficiente, que estamos aún lejos de la meta? La aportación de Greta Gerwig es muy sencilla: una película, una mega-campaña de promoción, un grito al oído. Pero ¿no se supone que una película no es una obra de arte? Ya ven por dónde voy, espero.
Gabriel Celaya maldice la “poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”, hecha por “quien no toma partido hasta mancharse”. Barbie quiere funcionar, en este sentido, como el “arma cargada de futuro” que el poeta quería disparar contra nuestros pechos. No he contado cuántas veces se dice la palabra patriarcado, pero Elon Musk ha dicho que si se tomara un chupito cada vez que se pronuncia, hubiera muerto antes de acabar de ver la película. Parece entonces, que a este señor sí le ha dado en los pelos bajo su camisa. ¿Bien, entonces? ¿Bien entonces, por los millones de niños y padres que, sin tener idea de lo que iban a ver, han recibido una dosis de caballo de feminismo satírico? A lo mejor se han quedado con la copla. O a lo mejor no.
La apuesta de la película es arriesgada: sus tesis se exponen una y otra vez en un tono que quiere ser cómico, porque sus machacones diálogos quieren parodiar una y otra vez el lenguaje políticamente correcto del feminismo empoderado; su ridiculización de los “machos” (no de los hombres) es plenamente autoconsciente del exceso. No hay meta-referencias, como se dice ahora. Está todo bien clarito, blanco y en botella. Esta sobreexposición no puede ser sino calculada. Quizás para que, pareciéndonos ridícula, nos empapemos bien de su mensaje. No lo sé, no soy la directora. Pero tengo que decir que si no me ha quedado claro lo que me quería decir, es que algo falla.
Porque, me pregunto: ¿Quién denunció mejor la España pobretona, gris y aplastada de los años de Franco? ¿Los poemas de Gabriel Celaya, de los que lamentablemente no se acuerda nadie, o la memoria imborrable de un pobre tarado, impecablemente encarnado por Paco Rabal, diciendo milana bonita en “Los Santos Inocentes”? Como espectador, como lector, sigo prefiriendo la emoción. Elijo la imagen o narración que no exigen tener razón, sino que nos conmueven porque remueven en nuestro interior el duro espejo de la verdad, ese que no queremos o no sabemos reconocer.
“Barbie” no odia a los hombres, no. Ama y celebra a las mujeres, y me alegro mucho de ello. Ojalá que haya removido alguna conciencia. A mí, por lo menos, me ha hecho pensar. Pero para cambiar los espíritus, prefiero “El Apartamento”. Para cambiar las conductas, prefiero las leyes. Y perdonen ustedes por haberme hecho tantas preguntas. Si algo sé, es que no tengo nada claro. Espero haberlos confundido a ustedes también.
LIBROS DEL AUTOR
Para más información haz clic sobre la caratula de cada libro.
OTRAS PUBLICACIONES DEL AUTOR.
Un magnífico artículo que me ha hecho recordar a Ibáñez cantando esa hermosa poesía de Celaya; hoy, tan vigente como siempre, porque la doctrina, provenga del ISMO que provenga, es un fusilamiento de las ideas.
Estoy a un paso de quemar toda mi ropa rosa…
Muchas gracias y un gran aplauso.
Hola Catalina. No quemes nada, el fuego no es purificador. Gracias por tu comentario, nos vamos leyendo.
Hola, como siempre genial tanto este trabajo como los otros ya publicados en Plaza Abierta.
Esto de hacer un breve post me parece aún más complicado que un jingle de 10” a una canción de 5′
Gracias por tu foco y el acento