Para conocer las miserias humanas, ya no hay que leer las novelas de la Pardo Bazán. Basta con hojear el periódico.
Reconozco que el estudio de la novela realista y naturalista, durante el bachillerato unificado polivalente (que, con ese nombre, debiera haber puesto a nuestra generación a la vanguardia de Europa; qué digo de Europa, del mundo), no fue muy de mi agrado. A mis escasos dieciséis años, venía de conocer el dulce romanticismo de Bécquer; al final del curso abrazaría con entusiasmo la ternura de Machado y la honda, vanguardista y bellísima humanidad comprometida de Miguel Hernández. Las historias que nos contaban con todo tipo de detalles Zola, Pérez Galdós o doña Emilia me parecían un tostón. Veía todas aquellas desventuras e injusticias vividas por los desheredados de la tierra, como algo felizmente superado por la clase media de una España que, a inicios de los ochenta, se adentraba en la modernidad.
Leo en la prensa que en aquellos mismos años comenzaba su adolescencia un joven gallego, hijo del pecado. Había venido al mundo un poco después que yo, fruto de los amores ilícitos de un joven de 26 años y una muchacha de 21. Él, párroco de San Martiño de Cores, en La Coruña. Ella, por suponer algo, una vecinita del lugar. El niño creció rodeado de un secreto a voces: a pesar del evidente parecido físico y de los cariñosos cuidados que el cura le dispensaba sin recato, el muchacho era, oficialmente, hijo de un padre desconocido. Llegado el momento del retiro, el sacerdote podía tomado la decisión correcta y reconociendo al que por entonces ya era un hombre hecho y derecho. Siguiendo los cánones de una buena novela decimonónica, falleció sin hacerlo. La madre, por no perjudicar a su amado, hizo lo mismo. Total, ya para qué. Siguiendo los cánones de una moderna serie televisiva de Netflix, un abogado especializado en estos dramones ha conseguido de un juzgado que José Luis (que así se llama) sea declarado oficialmente hijo del cura. Y heredero de la legítima.
Que sus parientes más cercanos decidieran, contra la voluntad del finado, incinerar a toda prisa sus restos, para evitar así un análisis genético, cabe en la imaginación de una moderna Pardo Bazán. Que lo hicieran para evitar verse en el pleito por el patrimonio de un sacerdote rural (que con buena voluntad imaginaremos magro), es digno de Valle-Inclán.
Mal hice yo dando por supuesta la caducidad de los clásicos del XIX, porque nuestro país parece tener querencia por caminar en círculos. Los funcionarios cesantes retratados por Galdós en “Miau”, desesperados por la imposibilidad de alimentar a sus familias, equivalen hoy a los parados de larga duración, expulsados del mercado laboral por su edad. Las corralas tras la Plaza Mayor de “Fortunata y Jacinta” son los modernos pisos compartimentados en habitaciones, ocupados por jóvenes profesionales que no pueden pagarse una hipoteca o un alquiler completo. Los mendigos de “Misericordia” llegan ahora en patera, y las vastas extensiones de chabolas que se extendían más allá de Cuatro Caminos, en Madrid, constituyen en la actualidad el barrio de Tetuán. Donde había inmigrantes desarraigados llegados del campo ahora hay dominicanos y ecuatorianos. Los ricos comerciantes de la plaza de Pontejos viven ahora en Salamanca, Chamartín o Pozuelo, y la sordidez del analfabetismo ha sido reemplazada por la ignorancia embrutecida de los nativos digitales. Los hombres que desfilan por las calles del Madrid galdosiano, tratando a las mujeres como objetos de su propiedad, siguen haciendo lo mismo.
Pérez-Galdós mostraba hacia sus personajes más desamparados (desempleados, pobres de pedir, mujeres condenadas a vivir sus vidas en la sombra) toda su compasión. Por el contrario, Valle-Inclán (quien llamaba al primero don Benito el Garbancero) despellejó a los suyos hasta dejarlos en los huesos, mostrando así lo que eran: meros despojos humanos devorados por la sociedad. Quizá su crudeza se debiera a un cierto desprecio aristocrático, pero nadie como él ha retratado mejor la miseria moral de un país. Esa que ahora asoma bajo los vídeos de Tik-Tok.
Ojalá que nuestro hombre pueda completar en paz la construcción de su identidad, ahora que su verdad, la que albergó íntimamente durante años, es ya la oficial, la de todos. Ojalá que nuestro país pueda, como él, vencer a los demonios que nos acechan, y saber de una vez quién es. No somos la España simpática y campechana de “Pepita Jiménez”, ni tampoco la cruda violencia de “As Bestas”. Aunque vamos camino de convertirnos en uno más de los Episodios Nacionales.
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