Las cosas, a veces, no salen como esperas.
Kurt Schleicher era un militar prusiano, de ideología conservadora, que asistió decepcionado al derrumbe de la República de Weimar. Acorralado por las indemnizaciones de guerra y la crisis económica de finales de los años 20, el sistema se venía abajo ante la general incompetencia de los políticos pequeñitos de aquellos tiempos convulsos. En la mente de Kurt no había otra opción que desmantelar un régimen que, a pesar de ser democrático, no era capaz de resolver los problemas de la población y sobre todo, jamás devolvería a Alemania al lugar en el mundo que le pertenecía.
En consecuencia, maniobró desde su posición en el debilitado ejército de la República, hasta alcanzar el cargo de ministro de Defensa. Inscrito en el llamado Movimiento Revolucionario Conservador, contempló con escepticismo, primero, y después con interés, el ascenso de un hombre que, tras pasar brevemente por la cárcel por haber intentado dar un chapucero golpe de estado, estaba consiguiendo captar el interés de la población. Su partido había decidido reconvertirse a las prácticas democráticas, concurriendo a las frecuentes elecciones que el presidente de la República se veía obligado a convocar. Sus resultados, al principio ridículos, fueron progresivamente en aumento: la verborrea del individuo, aprovechando el miedo hacia lo incierto y prometiendo restaurar la grandeza pasada de Alemania, terminó por seducir a la clase media, temerosa y golpeada por la crisis económica y la inestabilidad política y social.
Schleicher concibió una estrategia audaz y peligrosa: pretendió integrar al fanático dentro del tejido político, mitigar su radicalismo y convertirlo en una herramienta para sus propios fines. Con la confianza de quien se ve a sí mismo como un cultivado estratega, el viejo militar creyó posible dirigir el vigor y la energía de aquel partido xenófobo y ultranacionalista hacia objetivos que él y la élite conservadora consideraban deseables. “¿Qué voy a hacer con este psicópata?”, se dijo al salir de una entrevista con su líder.
En la tarea colaboró Alfred Hugenberg, un magnate industrial dueño de influyentes medios de comunicación metido a político. Su partido, el DNvP, era todavía más conservador que el de Schleicher, y en 1929 se alió con el cabo loco, al que prestó toda su maquinaria propagandística en la prensa al constatar su imparable crecimiento.
Para los magnates de la industria, quienes miraban más allá del antisemitismo aullado por su dirigente, el nuevo partido representaba un protector de sus riquezas. En 1931, un importante ‘lobby’ empresarial lo financió con 25 millones de marcos para que contuviera a los comunistas. Según ellos, aquel señor estrambótico era una figura cuya influencia sería pasajera, un líder fugaz fácilmente manipulable. Incluso la izquierda moderada depositaba su fe en el poder y la solidez de las leyes para contener cualquier exceso de un liderazgo que se preveía anárquico, y pensaba que su radicalidad podía serles útil para movilizar votos a su favor.
En las elecciones de 1932 los ultranacionalistas obtuvieron el 37% de los votos, pero quedaron lejos de la mayoría absoluta. Aquello podría haber supuesto su crepúsculo político, después de tres fracasos electorales consecutivos. Pero Schleicher, de acuerdo con Hugenberg, urdió una maniobra audaz: destituir al inquilino de la cancillería, el muy retrógrado Von Papen, ocupar su lugar y, aislando al señor de la gabardina dentro de su propio partido, formar una coalición con los sectores más moderados del mismo. En un giro inesperado de la trama, en enero de 1933 Von Papen se enteró del plan, y movido por un rencor profundo, se apresuró a convertirse en aliado del iluminado, aunque siempre había manifestado sus anteriores reservas hacia él.
—¿Me está diciendo que tengo la desagradable tarea de nombrar a este Hitler como el próximo canciller? —le preguntó Hindenburg a Von Papen.
Hugenberg, incluso, aceptó un puesto ministerial en el primer gabinete nazi. Esperaba que el radicalismo del nuevo primer ministro pronto menguaría y que tarde o temprano el propio NSDAP podría ser “alineado” con las posiciones del DNVP. Así, Hugenberg se convertiría progresivamente en el verdadero poder político detrás de Hitler y “moderar” al líder nazi en sus planteamientos más extremos. A aquella estrategia sutilmente urdida por las mentes conservadoras más preclaras de Alemania se la conoció como Zähmungsprozess, o proceso de domesticación[1].
Todo lo que pasó después, ya lo saben ustedes.
«Cada vez se ve con más claridad que para esta faena de gobernar dictatorialmente los pueblos no son precisas unas dotes excepcionales […]. Ahora resulta que un señor con gabardina que no acierta a pintar un cuadro decorosamente puede, merced a unas circunstancias providenciales, convertirse en uno de los seres señeros de la Humanidad».
Manuel Chaves Nogales
[1] Este artículo se basa en el libro “Takeover” de Timothy Ryback, y en el análisis realizado por María Friggeri en Infobae.
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