Ya no volveré al Voramar salvo que me marche de Castellón y tenga que despedirme, pues el Voramar ejerce sobre mí una devoción de pasado santificada por la presencia de un león de ojos verdes que oficia de guardián de todo lo que yace como recuerdo. Yo también tengo ojos verdes y soy un león y tengo pasado, pero también futuro y presente. Hace tiempo, sé que el Voramar es una puerta del tiempo y sé, valga la redundancia, que cualquiera puede ser devorado por la memoria que acrisola en su recinto y dejar de vivir para quedarse encerrado con todos sus fetiches y anhelos. Ya no volveré nunca a él a salvo de que me marche o quiera vivir en un desván junto a todo lo que me ha construido. Mi presente y probablemente mi futuro, aunque en principio pudiera parecer que ya no, está en este Castellón mediterráneo que los de fuera vivimos de otro modo más intenso, desprovisto de la tranquilidad de las mareas.
El hotel Voramar se erige en el litoral de Benicássim sobre la arena de la playa del mismo nombre, se alza cual edificio crema abierto con balcones que dan al mar, cuajado de palmeras y farolas y hamacas colgantes y una cintura de valla de baja altura que lo rodea delimitando donde termina el arenal y comienza el mito y la elegancia. Detrás de él, se alzan setecientos metros de piedra rodeno y arbolado perfilando la sierra del Bartolo. Fue hospital republicano en la guerra civil, y en él vivieron Hemingway y John Dos Pasos. Manuel Vicent, castellonense de pro, ha glosado su historia en su El León de Ojos Verdes, trayendo como referencia simbólica la escultura del mítico felino de verde mirar colocada sobre el arambol de la escalera que desciende plácida al Mediterráneo. Tanto Hemingway como Vicent pasaron por el tamiz de mi alma literaria juvenil leyéndolos entonces hasta la delectación, por lo que son parte de mi pasado. Brigitte Bardot, que rodó su primera película como actriz secundaria en Benicàssim, con tan sólo diecisiete años, se hospedó con sus padres siendo ya uno de los iconos del lugar.
Ya no volveré al Voramar porque anida en él hasta el más reciente recuerdo que se pensaba presente y futuro al principio del estío, el cual ya no será otoño porque, lo que son las cosas, está siendo devorado por las fauces de una memoria que conserva desde amigos de Palencia hasta el espectro de una novia del pasado, Paloma, de quien sé, por boca de una amiga común, que ha solido veranear aquí durante muchos años. La literatura y la vida y los deseos profundos, como viajar a India, me convocan a él, pero huyo porque estoy vivo. Quizás por eso conocí aquí a la viuda del padre Vicente Ferrer y quizás por eso soy otro león de ojos verdes, como el esculpido sobre el arambol de la escalera lateral exterior del mediodía, que, para vivir su presente en Castellón, tiene que alejarse del Voramar. No quiero ser memoria suya, porque según Elías, filósofo venezolano afincado en Castellón, con quien me unen vínculos de entera fraternidad, he venido para hacer algo aquí y aún no lo hecho. Elías, quería decirme aquel día que había venido no por la razón que vine, sino para algo que no tiene que ver. Su frase palpita en mi pecho de león que busca el destino que le ha traído para rugir libre y consciente.
Ya no iré al Voramar contradiciendo a mis fetiches, residentes en él como si fuera un templo del pasado y el tiempo sólo tuviera que repetirse siguiendo el parsimonioso ciclo de un tiovivo. Estoy inmerso en el drama de la vida porque he tenido la ocurrencia de vivirla a pleno pulmón y ahora me quema por dentro y me hierven las arterias y todo mi ser, al completo, se convoca para decirme que ruja fuerte, agite mi media melena ceniza, mire desde el verdor selvático de mis ojos verdes y huya corriendo por la arena, paralelo al mar, buscando ese destino que Elías entiende que es aquello que explica para lo que he venido.