“Volver, con la frente marchita, con las nieves del tiempo plateando mi sien….”
No podía quitarme ese hermoso tango de la cabeza, también ya llenita de canas.
Sentado en el asiento número 15 del tren regional regresaba a mi pueblo, Almazán, después de treinta años de marchar de sus calles y de mi Duero amigo, con una maleta marrón, una camisa blanca y veinticinco años de juventud y esperanza.
El tren corre rápido hacía su destino, como un niño que viéndose perdido, escucha a lo lejos la dulce y cálida voz de su madre.
A través de la ventanilla, colores de trigo se difuminan y el olor de la tierra comienza a regar mis venas.
El ruido de las ruedas sobre las traviesas no deja de pronunciar su nombre, Carmen, Carmen, Carmen.
Nos abrazamos y como en la canción de Penélope, yo le dije “volveré” y ella, con sus maravillosos ojos de luna me respondió sin hablar “pase lo que pase siempre te tendré conmigo, aquí, aquí dentro, señalando con la mirada de un pájaro a su corazón”.
El tiempo pasa, y mis manos han sacado de un bolsillo imaginado, la última carta que recibí de ella, hace ya tanto tiempo. Releo las últimas palabras una y otra vez, mientras el gusano de hierro que me lleva a casa reduce su velocidad, entrando sigilosamente en Almazán:
“Siempre estaré contigo”
Después, sólo supe de ella que se había casado y que había marchado a Soria para hacer allí una vida nueva, sin mí, conmigo.
El tren se ha detenido al fin y un torrente de nervios y alegría me hace crecer como un árbol. Es mediodía, un hermoso mediodía de junio. Hace mucho calor y la estación aparece pintadita de verde, como de un hermoso cuadro.
Uno, dos, desciendo los peldaños del vagón. Un mozo me da la maleta:
– Tenga señor, que hermoso día hace, ¡Verdad?
– Sí que lo hace, sí, ten muchacho, veinte duros para unas cañas.
– ¡Caray, muchas gracias!
El regional se despide de mí con un pitido y continúa su camino hacia Soria y yo, yo, me quedo solo.
La luz del día es blanca y luminosa. Miro alrededor. Todo ha cambiado. El trecho que separaba la estación del centro del pueblo, antes un senderito poblado de álamos y almeces, es ahora una pequeña urbanización de casitas bajas, todas rojas que me recuerdan a las amapolas que ponía siempre en tu pelo.
No sé donde ir primero.
A lo lejos un grupo de muchachos se me han quedado mirando. Uno de ellos con un correr alegre se me acerca.
-¿Quiere que le ayude con la maleta señor? Me llamo Jorge.
-Gracias, Jorge. Yo soy Carlos.
El chaval coge la maleta con fuerza.
-¡Como pesa!
-Es que llevo treinta años de recuerdos dentro de ella.
-¿Dónde quiere que vayamos?
-No lo sé, me gustaría ver el Duero una vez más.
Sobre el puente de hierro, con los brazos apoyados en la barandilla contemplo de nuevo el fluir de las verdes aguas del río que me daba la vida.
Jorge coge dos piedras.
-Tenga Carlos, a la de tres.
Los dos lanzamos con todas nuestras fuerzas las piedrecillas al río.
Tengo que ir de nuevo a su casa, debo de saber si está aquí.
-Jorge, sabes donde está la calle del Suspiro.
-Claro, le llevaré.
-No, no hace falta, sólo te lo preguntaba por si todo esto era un sueño, ya voy yo solo entonces. Has sido muy amable Jorge, ten.
-No, no señor no me de nada. Con que todos los días venga al puente conmigo y tiremos unas piedras, tengo ya bastante. Gracias a usted, Carlos.
Sale corriendo y desaparece en el doblar de la Avenida.
He llegado lentamente a la calle del suspiro, recreándome en cada esquina, en el reloj de la iglesia vieja y en la tienda de bombones de doña Hilaria.
El número cinco, segundo B.
Subo los peldaños de madera que me reciben con un crujido de alegría al reconocerme.
Ya en el descansillo me he situado frente a su puerta. Huele a sopa.
Llamo al timbre y tras un silencio eterno, unos pasos, seguidos de un “Ya voy” se acercan. La puerta se abre.
Es ella, con sus ojos de luna y con un delantal blanco. El largo pasillo de su casa se ilumina con una luz celestial.
-¿Sí, qué desea?
No me ha reconocido. No sé qué decirle, nada se me ocurre. Sólo quiero mirarla.
Y como de una fuente brotan de mis labios las letras de nuestra canción:
“Hacen falta dos,
para hacer del uno un diez,
nubes del algodón,
se dibujan, al revés,
y en mi corazón,
sólo sale de mi voz,
te quiero….”
Ella abre sus ojos como aquella primera vez que nos besamos.
-¿Carlos, Carlos?
El tiempo se ha parado. Ella acerca sus manos a las mías. Nos tocamos y mil estrellas brotan de nuestros labios.
Y con sus ojos de luna, sin hablar, me dice “pase lo que pase siempre te tendré conmigo, aquí, aquí dentro, señalando con la mirada de un pájaro a su corazón”.
-Carlos…
-Carmen…
-Pasa.
Y la música de aquel hermoso tango deja de sonar en mi cabeza.