Vamos a suponer que digo verano, como el verso de Raymond Calver.
Hablo del verano 2020 y que pienso historias que he leído y momentos vividos que, en diálogo con ellas, activaron espejos de mi memoria en los que me he vuelto a reconocer.
Vamos a suponer que digo verano y hablo de esas novelas -Conversación en la Catedral, La muerte de Artemio Cruz– fragmentadas, recurrentes, inexplicables pero explicadas, funambulistas de la memoria, que no han perdido interés a pesar del envejecer acelerado de las cosas en nuestro tiempo. Enmarcadas en el boom de la novela hispanoamericana y la nueva narrativa de su época por su temática existencial y virtuosismo técnico, contextualizadas en la historia política de Perú y Méjico -la siempre trágica historia de América Latina, de represión, violencia y corrupción-, se proyectan ambas a partir de los fragmentos de una deconstrucción previa, que adquiere coherencia y sentido a través de la memoria.
Como toda obra exigente, el esfuerzo de llegar a ellas está compensado por el gozo sentimental y estético que produce su lectura.
El recuerdo y la memoria involuntaria evocan la historia de Artemio Cruz en sus últimas horas de vida; la memoria de los otros reconstruye la historia personal y familiar de Santiago Zavala en Conversación en la Catedral. Pasado y futuro invierten sus tiempos en La muerte de Artemio Cruz, se cruzan y funden en una única conciencia. Sólo quisieras recordar lo que va a suceder: no quieres prever lo que ya sucedió, dice al principio de la novela el “tú” de Artemio Cruz.
Despierta espontánea la memoria involuntaria de Artemio Cruz, como lo hace en cada uno de nosotros, desde ocultas instancias de nuestro ser donde quedaron grabadas experiencias sensibles asociadas a encuentros, presencias, pérdidas, elecciones o simples momentos de alta vibración. Y vuelve una y otra vez –Cruzamos el río a caballo, repite el “yo” moribundo de Artemio Cruz- para revelar la vida humana como un fenómeno poético. El tiempo perdido de Marcel Proust.
“Quiero imaginar un pasado y recordar un porvenir, prometido en parte por ese pasado, desvirtuado otro tanto por él, obstaculizado a la vez que animado por cuanto hemos sido, somos y queremos ser”.
Vamos a suponer que digo verano, verano 2020, y que algunos lugares y sensaciones de estos días me han devuelto al pasado-futuro de mi vida como en una fuga en la que me reconozco como me reconocí y me reconoceré. La singular despedida de nuestro amigo Fernando Ayala al salir de su casa en Getxo -asómate a la ventana del ático y te decimos otra vez adiós- te lanzamos besos que te acompañarían en los últimos días; fue la última vez. Olafur Elliason, sus sombras y sus brumas, en las que fue nuestra imagen un futuro recuerdo, al que nos habíamos asomado en un tiempo pasado en Madrid
La masa rompiente de espuma blanca en las olas de Valdoviño, cuando los días fueron transparentes como lo habían sido años atrás; descubrir que he aprendido a que el frío no me duela. Todos los mares son iguales, todos los mares son distintos.
El corazón de Cádiz, la humedad frondosa en sus pequeñas plazas donde de niños, alojados en el Hotel Roma, jugábamos con las palomas; el balneario y las fortalezas que aquella tarde habíamos paseado con nuestros hijos. Los senderos del bosque encantado de Buçaco, entre árboles caídos, y los desayunos en la terraza del palacio otro incipiente verano.
Coimbra, los fados en el café de Santa Cruz que sonaban como los del 25 de abril; la lluvia implacable en la Quinta da Regaleira; dos copas humeantes de Oporto Ruby; el festival de música gótica de Leiria, qué tal raza.
Ulaka y el mar amarillo de Castilla, el rayo solsticial que ilumina la estancia; y el placer de encontrarnos para hablar y escuchar en libertad, más intenso que nunca.
“Vamos a suponer que digo verano,
escribo la palabra «colibrí»,
la meto en un sobre
y la llevo colina abajo
hasta el buzón. Cuando abras
la carta te acordarás
de aquellos días” …