UNA MALA DECISIÓN…

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Si fuera una película comenzaría con la pantalla fundida en negro y el plano se iría abriendo poco a poco dejando ver al espectador la escena. Primero los detalles, después el conjunto… Pero no lo es.

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En el centro de una habitación se encuentra un hombre tumbado boca abajo, en la misma postura del dibujo que realizaría un inspector de policía en el suelo cuando descubre un cadáver. Con la pierna derecha doblada hacia dentro y la izquierda estirada por completo; con la cabeza de medio lado, como si fuera a salir corriendo. En contra de lo que parece, no está muerto.

Poco a poco recupera la consciencia, nos damos cuenta porque abre los ojos, despacio, con gran esfuerzo. La mirada de dos niños en un día de playa se le clava en la retina. Reconoce la foto de sus hijos. Está tirado en el suelo de su propio comedor.

Se toca la cabeza, le duele. Mientras, intenta incorporarse, pero unas manos le sujetan por la espalda impidiéndoselo.

─¡Agg! ─Se queja.─ ¡Por favor, no me haga daño!

El hombre que le agarra por detrás no le contesta, saca una cuerda del bolsillo y le ata las manos, obligándole a ponerse de rodillas.

El joven agredido inspecciona el cuarto como si fuera la primera vez que lo ve. Su mirada se detiene en el reloj que está encima de la mesa, eso le recuerda que tiene una reunión importante y que ya no llega en hora. Sus ojos continúan el trayecto en línea recta hasta llegar a la cristalera del mueble situado frente a él. Ahí tropieza con el reflejo de su secuestrador.

Mediana estatura, entre sesenta y setenta años, de complexión fuerte. No puede distinguir las facciones porque las copas que están colocadas en la vitrina distorsionan la imagen, pero hay algo en esa cara que le resulta familiar.

─No sé quién es ni qué busca. Llévese lo que quiera, pero no me haga nada ─suplica con la voz entrecortada, aguantando las lágrimas. Suda, la gomina del pelo le resbala por la frente, los rizos, hasta ahora sujetos por la brillantina, comienzan a desaparecer─. ¡No tengo dinero en casa, pero puedo darle las joyas de mi mujer! ¡Ese reloj de ahí! ¡También puede llevárselo! ─Esta última frase la dice con las lágrimas rodando, estampando de lunares su corbata de Hermés.

Mientras, el hombre que continúa a su espalda, sigue anclado al suelo sin mediar palabra.

─Esos dos niños de la foto, son mis hijos. ¡Piense en ellos, por favor!

Como respuesta, el otro, el más mayor, saca del bolsillo una pistola y se la acerca a la nuca, hasta que el frío corta el sudor como si hubiera cerrado un grifo y un calambre le recorre la espalda.

─Yo no tengo hijos ─contesta con voz grave─. Tengo mujer, eso sí ─continúa, cambiando el tono, como si hablara para sí mismo─. Teresa se llama y no pudo tenerlos. Lo intentamos durante años, hasta que nos resignamos a quedarnos solos. Únicamente nos teníamos el uno al otro.

» Durante años me he levantado muy temprano para ir a trabajar, y raras veces he llegado a casa antes del anochecer. Siempre, sin faltar un día, la encontré esperándome, para verme apenas un rato y pasar el poco tiempo que teníamos juntos. Así durante más de cuarenta años, la mayor parte de mi vida, albañil, y los restos que me quedaban, esposo.

» La escuché decir una y otra vez «Germán, en cuanto te jubiles nos vamos a vivir a la playa, a disfrutar del mar».

» Hizo malabares con el sueldo para guardar un poco de dinero cada mes, ahorrando para cumplir su sueño. Y yo cometí un gran error, cambié la cuenta de ahorros al banco donde trabajas. Me atendiste personalmente, como si me hicieras un favor. Allí estabas, con tu traje impecable y tus buenos modales. Me convenciste para que invirtiera nuestros ahorros, jurándome y perjurándome, que podría recuperarlo en el momento que quisiera. «Germán, en cuanto te jubiles podrás comprarte la casita y además habrás incrementado la inversión en un 7 %». Te creí, hasta pensé que si hubiera tenido un hijo me hubiera gustado que se pareciera a ti.

» Hace dos meses cuando fui a sacar mi dinero me dijiste tranquilamente que lo había perdido todo, que lo sentías mucho, que no había sido culpa tuya. Te marchaste a una «reunión urgente», esta vez no me acompañaste a la puerta.

Desde entonces Teresa está en la cama, sin querer levantarse y sin dejar de llorar. No nos queda nada y la pensión apenas nos da para vivir.

» No, no tengo hijos, es verdad, y viéndote ahora me alegro. ─Hace una pausa y se pasa la mano por la cabeza, sin mover el arma en ningún momento.─ No solo me has arruinado, también me has convertido en un delincuente. He entrado en tu casa como un vulgar ladrón, te he golpeado y ahora esto… ─Continúa mientras quita el seguro de la pistola.

Si hubiera sido una película, finalizaría como empezó, fundido en negro; y la última imagen que veríamos en la pantalla sería la mancha de orina en el pantalón del director del banco.

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Carolina Saavedra
«Sueño para escribir y escribo para seguir soñando» dice Carolina Saavedra, escritora madrileña. Así lo cuenta y lo escribe, para que se cumpla. Con Cuentos de Ulises mudo, sirenas varadas y otros mares, cierra lo que ella define como «trilogía del amor y la devastación». Esa triada la completan su segunda novela Cuando Nevers invadió Hiroshima, editada en 2022 y Palabras para no borrarte, un pequeño diccionario poético publicado a finales de 2020. Antes de ese trío, en diciembre de 2019, nació su primer libro, Eva de paso. Ella se define como una cuentista que a veces escribe de más y las historias cortas le crecen sin que pueda evitarlo, convirtiéndose en novelas. Pero en su opinión: «lo importante se encuentra en el detalle mínimo, ese de donde brotan todas las palabras».

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