UN PERRO DE 24 AÑOS

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El apuñalamiento de Salman Rushdie, que ahora mismo lucha aún por su vida, es el efecto brutal de algo ajeno a las religiones: el odio hacia el que no cree en lo mismo que tú, pero transmitido de generación en generación. Un odio inextinguible.

Salman Rushdie istockphoto

Hadi Matar, el tipo que saltó al escenario dando gritos y cubierto con una máscara, y que apuñaló al escritor Salman Rushdie, tiene 24 años. Nació en California y vivía en New Jersey. Es simpatizante de los pasdaran, de la “revolución” iraní y de los ayatolás, pero el dato que me parece más significativo es su edad: tiene, ya digo, 24 años. Esto quiere decir que en febrero de 1989, cuando aquel anciano fanático e ignorante que se llamó Ruhollah Jomeini emitió su fatwa, la petición “divina” de asesinar a Rushdie, este chaval, Hadi Matar, no había nacido. Le faltaban diez años para llegar al mundo.

Ahí está lo más espeluznante, por lo menos para mí. La religión que sigue este pobre idiota, fanatizado y amaestrado a doce mil kilómetros del lugar en que se pronunció aquella vieja maldición, ha servido tan solo para una cosa: transmitir el odio.

La primera pregunta que me hago es esta: ¿Para eso sirven las religiones? ¿Para eso sirven los dioses? ¿Para transmitir el odio, intacto de generación en generación?

Estoy convencido de que no es así. Las religiones, todas las grandes religiones de la historia humana, monoteístas o politeístas, tienen o tuvieron su fundamento en dos ideas complementarias. La primera era explicar aquello que no era posible comprender mediante el conocimiento humano: todo lo indescifrable se atribuía a los dioses, desde los volcanes a las tormentas, la sucesión de las estaciones, la crecida de los ríos o el movimiento de las estrellas. La segunda idea era el vencimiento de la muerte; la convicción de que existe una vida más allá del hecho incontrovertible de la desaparición física. Establecer que había un mundo ultraterreno gobernado por los dioses… al que se podía acceder (en términos muy generales) venerándoles, obedeciéndoles y siguiendo sus mandatos. Eso era la famosa “salvación”.

Era casi inevitable que esas dos ideas generasen una formidable estructura de poder, integrada por aquellos que aseguraban que tenían un contacto directo con aquellos dioses, que hablaban a través de ellos; que eran capaces de interpretar o adivinar su voluntad y, cómo no, que se constituían en guardianes de sus leyes. Esa fue siempre la casta sacerdotal, desde los primitivos chamanes o hechiceros tribales hasta los telepredicadores evangélicos de hoy, en directo o mediante YouTube. Pasando por todo género de sacerdotes, vestales y augures, profetas mayores y menores, curas, rabinos, pastores, imanes y por ahí seguido hasta agotar el resto de la nomenclatura, que es abundantísima. Ese fue siempre el mejor negocio de la historia.

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¿Por qué? Porque los clérigos aprendieron casi desde el principio a manejar y estimular dos de los sentimientos primarios de la especie humana: el miedo (al castigo si no se les obedecía: muchos son los nombres del infierno) y la esperanza. El ser humano no puede vivir sin esas dos cosas.

Pero sobre todo la esperanza, que es el fundamento de algo que todas las religiones, sin excepción, exigen a sus fieles: la fe. Este es un concepto maravilloso que aleja por completo a las religiones de la razón y las introduce en el campo de las creencias. Esto es una obviedad. Si fuese posible demostrar empíricamente cuál es la voluntad de los dioses, y aun su misma existencia, no sería necesario creer en ellos, como a nadie se le ocurre “creer” en la ley de la gravedad. Eso destruiría el concepto mismo de la religión, que se basa en la inmensa fuerza de la fe y en la casi invencible esperanza que esa fe genera en los creyentes. Millones de personas de todas las épocas han fallecido con una sonrisa de felicidad en los labios, convencidas de que inmediatamente después entrarían en otra vida mucho mejor. Algo indemostrable, desde luego, pero la esperanza llegaba hasta el último momento. Para eso estaba.

En ese esquema, como vamos viendo, no tiene sitio el odio. Gracias a los clérigos y a los propios creyentes, la fe se transmite de generación en generación y eso, en buena medida, hace funcionar el mundo, pero con el odio no pasa lo mismo. Todas las religiones son, por su propia naturaleza, rivales entre sí, al menos las monoteístas; todas reclaman para sus respectivos dioses la cualidad de únicos y verdaderos, lo cual convierte en falsos e impostores al resto. Esto, el combate entre los seguidores de los distintos dioses, es lo que más sangre y más muertos ha esparcido por el mundo desde el Neolítico para acá, incluyendo las guerras de conquista, las epidemias y los desastres naturales.

Pero el odio, la transmisión intergeneracional del odio, es un cuerpo extraño en el esquema de las religiones. No es fácil de comprender. Tampoco es sencillo asociarlo a la idea esencial de toda religión, que es la esperanza. Es verdad que se han dado casos muy notorios: el odio colectivo de los cristianos hacia los judíos, por ejemplo, que duró muchos siglos. O el actual de israelíes y palestinos. Pero ahí intervenían componentes raciales (o por tales se les tenía), sociales, territoriales y sobre todo económicos que hacen difícil hablar de odio religioso en estado puro.

El odio inequívoca y nítidamente asociado a la apostasía, a la increencia del otro, es una perversión de los clérigos, que en no pocas ocasiones lograron un poder mucho mayor que el que les correspondía. Ese odio nítidamente religioso explica, por ejemplo, la persecución de los hugonotes en el siglo XVI, o la de los cátaros en el XIII, pero no las interminables “guerras de religión” europeas, en las que había factores económicos y políticos mucho más potentes que el solo pretexto religioso. Esto es lo que ocurre en la mayoría de los casos. El odio al que cree en otra cosa o en otro dios ha sido, a lo largo de la historia, poco combustible para la mayoría de las religiones.

Pero no para todas. El apuñalamiento de Salman Rushdie es un caso paradigmático de odio en estado puro, de odio estrictamente religioso transmitido durante generaciones. Ese pobre idiota, Hadi Matar, no había nacido siquiera cuando el tenebroso Jomeini pronunció su perpetua sentencia de muerte contra el escritor. Es un odio aprendido. Hadi Matar ha sido educado, fanatizado, adiestrado, cultivado, amaestrado en el odio por los clérigos con que haya convivido; no es mucho más difícil amaestrar a un chaval que a un perro, al que se le enseña a hacer lo que el amo quiere si este es lo bastante hábil y lo bastante paciente.

Si ustedes leen la estremecedora novela Los caballos de Dios, del marroquí Mahi Binebine (Alfaguara), o si ven la extraordinaria película con el mismo título que estrenó en 2012 Nabil Ayouch, comprobarán lo facilísimo que es lavarle el cerebro a un muchacho hasta conseguir que se convierta en un asesino sin el menor dolor de corazón; o que se haga estallar a sí mismo en medio de un edificio lleno de gente, convencido de que está cumpliendo la voluntad de su dios y de que de un momento a otro vendrán a buscarle los ángeles para llevarle al jaranero paraíso de los musulmanes. Si ustedes leen (no es la primera vez que se lo recomiendo) el decisivo libro El siglo que acabó en sangre, de Óscar Sainz de la Maza (ed. Sílex), constatarán que ese lavado de cerebro, ese fanatismo religioso en estado puro, lleva produciéndose muchísimas décadas. Y con todo éxito. El venenoso Jomeini es, en esa escala, un jovenzuelo. Su fatwa tiene la misma edad que Locomía. Quizá sus consecuencias fueron algo más desastrosas, eso sí.

Hadi Matar tiene 24 años y es legalmente responsable de sus actos, eso es verdad. Pero yo creo que los verdaderos, los profundos responsables de lo que ha hecho son quienes le han amaestrado desde que era un crío, quienes le han convertido en un cachorrillo de asesino, como hay miles en el mundo. Y también quienes ahora, en Irán, jalean desde los periódicos a este “valiente” –así le llaman– que finalmente se ha comportado como estaba previsto: como un perro amaestrado. Un pitbull educado para matar a cambio de una popularidad efímera que, seguramente, no evitará que permanezca en la cárcel durante décadas. Y no le importará a nadie. A los que menos, a sus adiestradores. Ya hizo lo que tenía que hacer. No sirve para nada más. Que pase el siguiente.

El islam es la más joven de las tres religiones llamadas “del libro”, junto con el cristianismo y el judaísmo. No ha vivido su “reforma” ni su contrarreforma, no ha pasado por su propia ilustración ni por su positivismo ni por las controversias teológicas (a veces concluidas en cismas) que han atravesado sus dos “hermanas mayores”, sobre todo el cristianismo. Está aún en su etapa tardomedieval, que es la del florecimiento y el triunfo de los fanatismos: miren lo que pasó en Europa hace cinco o seis siglos. Eso es lo que sucede hoy en muchos países de religión musulmana, aunque afortunadamente no en todos. Y no tiene remedio, ni siquiera en el globalizado siglo XXI. Y tampoco tiene nada que ver con Dios, que no prescribe a nadie el odio reconcomido, conservado y transmitido de generación en generación.

Eso solo tiene que ver con los clérigos enloquecidos y conspiranoicos, fanáticos amaestradores de perros. Eso sí lo dominan. A veces pienso que es lo único que saben hacer bien.

 

 

 

 

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