Sucumbió a la fascinación de Benidorm desde que puso las plantas de homo sapiens en su asfalto, y sucumbe cada vez que vuelve. La última de primeros de julio ha sido algo distinta porque, alejado del Gran Bali, donde solía hospedarse, ha recalado en el RH Victoria, más cercano a la playa de levante y directamente entroncado con las vías urbanas llenas de gente donde el bullicio genera otra marea. Ha descubierto que en esta ciudad es imposible aburrirse, ni siquiera la soledad puede derrumbar el armazón de vida que le eleva a la altura de un pequeño rascacielos consciente e interesado por todo. Es un homo sapiens erecto, erguido, atento a todo en derredor, como cuando hace setenta mil años la selva rodeaba todo. El hombre, que se siente homo sapiens con todas las letras, es un rascacielos si se le compara con una hormiga, pero, comparado con los rascacielos de esta ciudad, que tiene la mayor densidad de gigantes de hormigón construidos por kilómetro cuadrado en todo el mundo, sigue siendo vertical. Todo empezó cuando nos bajamos de las ramas y liberamos las manos. El pecado original del hombre no fue comer del árbol prohibido, sino salirse del hábitat que nos había sido destinado. Entonces, comenzó la aventura, pero también el calvario.
Cuando un homo sapiens pasea por Benidorm no siendo solo un ciudadano sino el gran mamífero que acrisola su historia arrastras, el que sabe lo que es y lo que le ha costado llegar aquí, todo se hace mucho más llevadero. Antes, la tupida selva obstaculizaba el paso y dificultaba el reconocimiento del territorio de aquel cazador primigenio que, lo que son las cosas, también destruía el ecosistema contando decenas y decenas de miles de especies extinguidas, y millones de kilómetros cuadrados de territorio, un sinfín de espacio. Hoy, sin embargo, sabemos adonde vamos, tenemos los planos de las ciudades en dispositivos que nos guían, el mercado nos permite intercambiar productos por dinero y éste ya ha dejado de tener cara y cruz. Tiene una tarjeta de presentación crediticia contactada a su sucursal telemáticamente.
Guillermo de Miguel, un homo sapiens al que le gusta escribir, llegó ayer a esta ciudad provisto de iPhone, prismáticos, cámara réflex, ordenador personal. Son sus instrumentos de exploración y caza. Aparcó el coche y se instaló en una choza de un hotel de veinte plantas previamente pagada. Llegó solo, sin la tribu. Una de las cosas más notorias de este tiempo es que la tribu ya no es necesaria. La selva urbana apetece, se muestra como una conquista espiritual. Emergen el poeta y el cazador de tiempo que fotografía, pues nuestro homo sapiens, tras todo este tiempo, se puede permitir lo espiritual unido a lo lúdico. Aun con todo, más allá de la fotografía y de lo poético, lleva consigo atavismos de los que no es fácil desprenderse. Comer es uno de ellos. En esta ciudad muchas de las cosas se ritualizan con la comida. Los hoteles y los restaurantes proveen alimentos sin ningún género de contemplación y homo sapiens come más de la cuenta, se atiborra. Es lo que hacía cuando encontraba comida en la selva. Precavido, comía para almacenar energía. A Guillermo de Miguel no le hace falta comer, tiene algún kilo de más, pero cuando un bufé dispone para él toda suerte de alimentos, lo atávico tiene más fuerza y le arrastra. Han pasado miles y miles de años y eso no cambia. Piensa que quizás se siente a gusto en este lugar, y me explico, porque también se reencuentra con lo atávico. Benidorm no deja de ser una selva, como aquella de hace setenta mil años. Si entorna los ojos, el horizonte ha desaparecido. Un enjambre de asfalto y hormigón dibuja un entorno parecido. A lo mejor, homo sapiens desea regresar a ese mismo principio. Al lugar donde la aventura empezó. Por encima de homo sapiens, de Guillermo, vuelan aviones y hay satélites, tecnología que permite deambular tranquilo por la jungla. Ha amanecido tranquilo, desposado con la soledad, pero ayer pudo hablar por teléfono mientras paseaba. Recuerda que enseñó a Blanca y a Carmen por Whatsapp un paseo fascinante iluminado por aros de luz, pequeños astros en medio de la noche.
No ha desayunado. No tiene hambre, y hasta ha despreciado el copioso desayuno del hotel. Ayer cenó de sobra, y hoy, sentado en un pequeño balcón que da a la selva, escribe para una publicación digital que coordinan a cientos de kilómetros otros homo sapiens. Prefiere el alimento de la literatura. Un brisa fresca dulcifica el día, es domingo y tiene todo el día por delante. Mañana es lunes y tendrá que trabajar, las cosas son así. El homo sapiens no es tan libre, depende de todo un tejido de relaciones y emociones enmarañadas. Trabajo, amor, amigos, salud. Hoy está solo, se da cuenta de que su tribu es muy grande. Está esparcida por todo el planeta y de vez en cuando necesita escaparse de ella para sentir que hace setenta mil años era libre.