Es complicado defender un estado en el que las instituciones son permanentemente puestas en cuestión por su propia gente. Es mucho más complicado si los que ponen en cuestión esas instituciones forman parte del gobierno del país. Es ya casi imposible, si además se ha ido socavando, poniendo sistemáticamente en cuestión, acogiendo sin reparo las mentiras sobre el estado mismo, su historia, sus logros.
España es un estado acomplejado. Acomplejado hasta el punto de poner en cuestión, internamente, su propia existencia, su propio presente, su propio futuro: España vive, acomplejada por su historia reciente, su historia presente, debatiendo a sangre y fuego, debatiendo sin rigor histórico, con profundo desconocimiento, con ferocidad ideológica, con absoluto desprecio de lo propio, un pasado inamovible, un pasado leído desde posturas maniqueas, puristas, mentirosas, que nada tienen en común con ese pasado
España vive sumida en una permanente revisión de sí misma, patrocinada por los mismos españoles, sobre todo por parte de aquellos que no quieren serlo, o por parte de aquellos que querrían ser otra cosa, y que se hace desde la desinformación, la animadversión y el interés en lograr una visión alternativa que facilite una superioridad ética que nada tiene en común con lo revisado.
España vive permanentemente lastrada por la ferocidad interna de un enfrentamiento civil que en momentos es una guerra civil declarada y en otros una guerra civil larvada, sorda, pero no menos sangrienta, castrante, lesiva, en sus consecuencias.
España es un país sin cohesión ciudadana, muchos de cuyos habitantes sienten rubor de serlo, muchos de cuyos ciudadanos solo se sentirían españoles si España fuera como ellos quisieran que fuera, muchos de cuyos ciudadanos están más interesados en negar lo que es, en negar lo que fue, que en trabajar sobre lo que será.
Y como consecuencia de todo ello, como consecuencia inevitable de ello, España en un país débil en sus relaciones con el resto de estados en el concierto internacional. Un país lleno de miedos propios que entrega como útil a cualquier otro que decida tener un conflicto, sea legal, político, territorial o económico, con ella.
España es débil en su relación fronteriza porque es un Estado que parte siempre en situación de debilidad ante cualquier otro estado. Situación de debilidad patrocinada, sostenida, alardeada por una parte considerable de su población más interesada en el sonido de su voz que en las consecuencias de lo que dice. Y ante esto, en una pecera de tiburones, no somos más que las almejas, los camarones de las relaciones internacionales.
Y en este ambiente vivimos, en este complejo castrante, en esta indefinición permanente, en este falso debate político sin fuste ni rigor, en esta negación permanente de lo propio, y eso es lo que trasladamos a nuestro entorno.
Mi convicción de un mundo sin fronteras, convicción emanada de mis vivencias, no de mi pertenencia ideológica a ideología alguna, no tiene límites. No entiendo las fronteras salvo como agresión a los que están dentro de ellas, como recorte de la libertad, como pertenencia a un amo que no siempre tiene la cara que vemos, pero esa convicción no me impide ver que toda frontera tiene dos caras, la de fuera y la de dentro. Y que de nada sirve negar la cara de dentro sin no hay una correspondencia con la cara exterior de esa frontera. Y quién piensa en renunciar a la suya, a su frontera, sin correspondencia, lo único que hace es entregarse al que mantiene la suya del otro lado. Y no siempre, casi nunca, lo que llega es mejor que lo que tienes, interesa.
¿Qué si Marruecos lo sabe? Lo saben sus instituciones y la mayoría de su pueblo lo acata. Incluso lo jalea.