Eran aquellos días de otoño en los que el Pueblo llenaba de hojas secas, las calles, los tejados, la pequeña plaza de la iglesia y el agua del estanque, en los que Edelmiro Fernández, paraguas en mano, buscaba por todos los rincones aquella medallita de oro que perdiera, también un otoño, de hace ya cuarenta años.
Iba el hombre de acá para allá nervioso, removiendo con su bastón los montones de hojarasca que el viento formada en cada esquina, “Tiene que estar por aquí, seguro, tiene que estar”, decía hablando para sí mismo, mientras miraba frenéticamente al suelo.
Yo por aquellos días, a mis nueve años llenos de pecas y de ojos azules, seguía siempre al bueno de Edelmiro en su afanoso e infructuoso buscar, a unos metros claro, pues mi madre me había dicho que desde que muriera su mujer, no andaba muy bien de la cabeza y que mejor era guardar una prudente distancia.
Uno de esos grises días, después de salir de la escuela y yendo camino de mi casa, me encontré con Edelmiro, “con el buscador de sueños”, como le llamaba mi padre.
Con un pequeño rastrillo en la mano, se disponía a escrutar una enorme montaña de hojas de castaño que el barrendero del pueblo, “Andrés el Gorras” como todo el mundo le llamaba, había apilado.
Le saludé con un cordial y curioso “Hola” de niño.
El se dio la vuelta y con un serio “Que tal muchacho”, me respondió cortésmente.
Me senté en el suelo y me quedé mirándole.
Era un hombre bastante mayor, casi sería de la edad de mi abuelo.
Siempre iba vestido de la misma manera; un traje gris, una corbata roja, y unos zapatos negros:
“Tal y como se casó, el Edelmiro desde que murió la Patro, va vestido tal y como se casó aquel otoño del….” como decía siempre mi tía Julia cuando salía el tema.
Y allí estábamos los dos; él buscando su medallita y yo mirando curioso como la buscaba.
Empezó a llover suavemente.
Y fue en ese preciso instante en el que le hice la pregunta que cambiaría mi vida para siempre:
-Señor Edelmiro ¿Puedo ayudarle a buscar la medallita que perdió?
En aquel momento, Edelmiro dejó de buscar, me miró con los ojos llenos de agradecimiento y me respondió sonoramente:
-Claro Daniel, claro, anda ven muchacho.
Removimos uno y cien montones de hojas pero nada encontramos. El no decía nada, solamente me miraba y sonreía.
Se estaba haciendo de noche y llovía más intensamente, mi madre me mataría cuando llegara a casa.
-Se, Señor Edelmiro. Lo siento pero voy a tener que irme.
-No pasa nada muchacho, anda vete y muchas gracias chaval, que eres la primera persona que me ha ayudado desde hace cuarenta años. Ve con Dios.
Allí le dejé en su alocada búsqueda, calado hasta los huesos y con las manos heladas.
Como era de esperar la bronca que mi madre me echó fue de las buenas, más aún cuando le conté que había estado ayudando al señor Edelmiro a buscar su medallita.
A la mañana siguiente me despertó el tañido de la campana de la iglesia. Hoy no era domingo y todavía no era la hora de la primera misa. Salté de la cama y corrí a la cocina donde encontré a mi abuela haciendo el desayuno.
-Abuela, ¿Qué pasa? ¿Por qué suenan las campanas?
-¡Ay, Dani, que creo que ha muerto el señor Edelmiro! Le ha encontrado el señor cura en su casa. Al no verle por la calle buscando como de costumbre, fue a ver si se encontraba enfermo, llamó a la puerta pero nadie respondió. Abrió la puerta con una llave que le había dado hace años él mismo y allí se lo ha encontrado en la cama muerto, las campanas de la iglesia son de duelo por su alma.
Al escuchar las palabras de mi abuela, subí rápidamente a vestirme.
-¡Pero dónde vas, Chiquillo!
Salí de casa a toda mecha hacia la casa de Edelmiro.
Llegué en pocos minutos.
Un grupo de gente se arremolinaba en torno a la puerta de su casa sin entrar, esperando a la llegada de la Guardia Civil y del Juez para levantar el cadáver.
Disimuladamente conseguí escabullirme entre las piernas y comentarios de la gente y me colé dentro.
Era una casa luminosa y muy limpia y un olor a perfume inundaba todo el espacio.
Recorrí un largo y estrecho pasillo en el que se distribuían las habitaciones, el salón, la cocina, el aseo. La última era su dormitorio.
Giré el pomo de la puerta y allí estaba, tumbado sobre la cama y vestido con el mismo traje gris de siempre; muerto, pero con una sonrisa de felicidad y paz que nunca había visto en su rostro.
Al acercarme un poco más con esa curiosidad de niño, vi que en una de sus manos había algo, algo pequeño y redondo, acerqué mi mano a la suya y cogí aquella cosa. Era una medallita de oro.
Finalmente, Edelmiro había terminado su búsqueda.
Sobre su pecho, había además una pequeña tarjeta con unas letras garabateadas, que leí en silencio: “Para Daniel, mi niño amigo, cuida de la medallita y no la pierdas como yo hice”
Han pasado muchos años de aquello y colgada en mi cuello llevo aún aquella medallita de oro que llenó la vida de aquel hombre y también la mía.
Un cuento precioso, gracias por compartirlo.