Últimamente un sueño demasiado real perturba mis noches: Un grupo de ucranianos malencarados entran en casa, me atan a la cama y con la dulce lentitud con la que la gravedad arrastra los cristales hacia el centro de la tierra, laceran mi cuerpo con todo tipo de instrumentos cortantes. Las sábanas se llenan de sangre y el dormitorio de impregna de un conocido olor a matanza. Ellos sonríen mientras van abriendo mi cuerpo y yo, que no siento dolor alguno, también sonrío, como si en el fondo supiera de la irrealidad del suceso. Les preguntó cuál es la razón por la que me están descuartizando, pero ellos únicamente se dedican a tararear la Rapsodia Rumana Nº1 de George Enescu, mientras siguen con su trabajo de carniceros. La escena es de lo más hermosa; música, sangre, un milenario ritual del que yo soy el protagonista. Uno de ellos, el más joven, introduce su mano izquierda en mi pecho y extrae de un fuerte tirón el corazón que hasta ahora, había bombeado inspiración a mis versos. Aún palpita. Después de mostrárselo a sus compañeros, el joven rumano, coloca el corazón con suavidad sobre mis labios. A la vez me noto vivir y morir; a la vez duermo y despierto. Los ojos se cierran. Y la verdad instituye sus dominios sobre un número finito de posibles improbabilidades.