Hace unos días hablábamos en un grupo de amigos sobre la trascendencia, argumentado uno de los contertulios de la necesidad de ser buena gente teniendo en cuenta la existencia después de la muerte.
No voy a ser yo quien pretenda negar la existencia post mortem, pues respeto mucho la espiritualidad como búsqueda de respuestas a nuestro peregrinar en este mundo de los mortales. Ahora bien, no entiendo justificado el argumento que pretende hacer depender la trascendencia de nuestro correcto actuar, más allá del solo recuerdo en los que nos sobreviven si hemos conseguido ejemplarizar de algún modo con nuestros hechos.
Tampoco quiero, ni me convence, aferrarme a las respuestas que las religiones monoteístas dan sobre la cuestión que acontece que se basan en el pecado como causa de la condena de nuestra alma en un mundo póstumo, concepto en el que no creo, máxime cuando su perdón para la salvación lleva aparejado suculentos beneficios económicos dentro de una red clientelar de sumisión.
Ahora bien, antes de ahondar más en el tema, creo que debo mostrar todas mis cartas y confesar que me gusta creer en la trascendencia en referencia a aquello que se encuentra más allá de la conciencia, por encima de sus límites naturales; pero solamente por el confort que me reporta el creer que somos seres espirituales atrapados en una existencia temporo material, por lo tanto, no se trata más que de una mera creencia que, como mucho, sólo puede convertirse en una fortaleza vital que da sentido a mi existencia, de la que surge la necesidad de mejorar esta vida finita.
Es decir, sólo concibo la trasdencia como un camino para ir más allá de lo aparente y convencional, como medio para alcanzar conocimientos más amplios, libres y enriquededores, esto es, como la transmutación de nuestro ser en un ser mejor y más libre, como parte del desarrollo humano.
Por otra parte, quienes se aferran, como el interlocutor citado al inicio, a teorías que pretenden demostrar el pase o existencia en otras dimensiones que, como concepto metafísico sería una osadía dentro de mi ignorancia negar, sólo me sirven para reforzar el confort al que me he referido antes, pero que, por la dificultad en su comprensión sólo puedo concebir como meras evidencias matemáticas, lo que me lleva de nuevo al ámbito de las creencias, con un carácter más o menos indiciario que por no poder percibir su materialización, sólo me llevan a aferrarne, como mucho, a la famosa teoría de la ley de la conservación de la energía, que establece que la energía no puede crearse ni destruirse, sólo convertirse de nuevo una forma de energia, atribuible a Antoine Lavoisier, y que viene a significar que un sistema siempre tiene la misma cantidad de energía, a pesar de la transformación de la materia o lo que es lo mismo, la energía total permanece constante; es decir, la energía total es la misma antes y después de cada transformación. En definitiva, la trascencia es la propia transformación.
En lo demás, creo que, con independencia de la trascendencia, solamente debemos actuar conforme a nuestra conciencia, verdadero juez, que fruto del libre albedrío y de un sistema de valores comúnmente aceptado por la comunidad, que se conoce como ética, nos permite una existencia, al menos aquí y ahora, lo más equilibrada posible, intentando huir del caos que acarrea el mal.
Aparte de la trasmutación del ser humano, fruto del conocimiento de nosotros mismos y de cuanto nos rodea, de nuestro potencial humano, donde el espiritu nos lleva a sublimar la existencia, sólo tengo la certeza de la muerte, lo que me lleva a la necesidad de reforzar el sentido de mi vida con la trascendencia, aunque nada más sea por el bienestar psicológico que requiere siempre liberarnos del ayer que duele para abrazarnos al presente continuo en en el que vivimos, porque el futuro no existe.
Menudo temazo: “La trascendencia”.
Cierras con broche de oro tu profunda reflexión. Igualmente pienso que sólo el “presente continuo” ( la infinita división del tiempo) es garante de nuestros infinitos segmentos de existencia.
Sí, “más allá” no hay premios ni castigos; la conciencia, como bien dices, es el único “censor de nuestras obras”. Es el Maestro.
Muchas gracias.