El de Stratford Upon Avon es uno de los muertos con quien converso y de vez en cuando resucito desde cualquiera de las sagradas escrituras que escribió allá por el siglo dieciséis, siendo preferible, para este mortal, verle amortajado con las vestiduras de Hamlet, pues los clásicos resucitan en la forma de sus personajes más famosos, aquellos que ya han alcanzado la eternidad y pasan incluso a ser tan gloriosos como los literatos que les dieron vida. En Hamlet veo muy nítido el espíritu de William Sakespheare, quizás porque el príncipe de Dinamarca incorpora la duda y el teatro como advenimiento del hombre moderno, el cual no es otro que el clásico grecorromano pasado por mil años de cristianismo dejados en la tangente y un retorno a ser él el centro del mundo para pensar por sí mismo.
Si los muertos renacen en aquellos que les rinden el culto de la memoria sin importar ya el paso del tiempo, William Sakespheare toma mi cuerpo, me invade y me nutre tanto si leo su obras dramáticas, como si ojeo aquellos magníficos sonetos que yo solía utilizar como un oráculo para entrever el porvenir, propio o ajeno, tomando al azar una de sus páginas. De tanta mudanza y calamidades a las que nos enfrentamos los intrépidos que heroicamente salimos de nuestra zona de confort, creo que he perdido mis queridos sonetos sakespherianos,, lo cual no debe relacionarlo el lector con que desde hace semanas lleve escribiendo otros propios. Somos tan vanidosos que creemos poder emular a los grandes.
Inglaterra recuperó el teatro clásico de la Antigüedad y Sakespheare no desaprovechó la oportunidad. La novela, incipiente en Miguel de Cervantes, al que le llegaría la última hora el mismo día y año que a su colega inglés, era una recién nacida. Pero el teatro permitía desde siempre la exposición del conflicto social intermediando la escena. Los ingleses vieron claro que proyectar lo que se quiere decir es mejor que decirlo directamente. Cervantes luchó en Lepanto y tenía médulas de soldado español, pero el padre del rey Lear dicen ahora las malas lenguas que fue un diplomático conocedor del mundo, que renunció a su identidad en otro nombre y en otra carne , todo lo cual acredita la marginalidad en la que vivían los artistas.
Estuve en la casa de Sakespheare allá por mil novecientos noventa y siete. Di una vuelta con mi mujer y paramos donde nació el insigne escritor inglés. Si los católicos creen en la transubstanciación del cuerpo de Cristo por la comunión, aquellos que nos religamos en la vida eterna de la literatura, creemos que leer las páginas de los dioses del Olimpo nos convierte a esa divinidad suya. Viajar a los lugares donde vivieron o tener objetos simbólicos suyos, a algunos, entre los que me encuentro, nos permite alimentarnos de la energía espiritual de los autores que admiramos y ser ellos por instantes.
Hoy he retomado a Sir William Sakespheare para comulgarlo e interiorizar que vive dentro de mí y que por tanto forma parte de aquel que voy siendo con el devenir del tiempo. Soy él en la medida que le reivindico y humildemente, en su honor, me corono con su laurel y me esfuerzo por comprenderlo. Ser o no ser, esa es la duda y lo demás, ya se sabe, es irse por las ramas.