En la mañana del 28 de julio del año del mono, Urelio Montés, giró cuarenta grados sobre sí mismo y descubrió por ese azar que encubren las lavadoras de calificación energética AA, a esa mujer ciega, entrada en carnes y de origen afrocubano con la que siempre había soñado.
Ella, Paulina N’Suf, prostituta desde los cuarenta años por necesidades del destino, siempre esperó a un Príncipe azul que descubriera a esa mujer extraordinaria que llevaba dentro.
Urelio se acercó en silencio, queriendo percibir en aquella mujer, todos esos detalles que se pierden cuando las palabras huecas entran en combate.
Paulina supo en un instante que aquél al que esperaba estaba a menos de un metro suyo. Un suave perfume a “Gotas de Oro”, la fragancia de los príncipes azules por antonomasia, había delatado su presencia.
Era él, era ella, eran dos almas gemelas en mitad del mercado de abastos de Lugo.
Aún sin mediar palabra, Urelio cogió a Paulina por la cintura y fue guiándola entre los puestos hasta llegar a uno de bacalao de Islandia, que cerrado por enfermedad, dibujaba el lugar perfecto para la conjura de dos corazones embriagados el uno del otro.
Y fue en aquel momento mágico para ambos cuando, al fin, Urelio decidido como estaba a hacer de aquella mujer imagen y devocionario, habló con esa locura y sinrazón de la que tanto se habla en los libros de Danielle Steel:
– Eres puta y conjetura, necesidad, olor a jabón Lagarto, la canción que Bob Dylan nunca escribirá, un plato de sopa para ese invierno que duele en los labios. Me gustaría invitarte a un chocolate con churros, pero he gastado mis últimos siete euros en un frasco de “Gotas de oro”.
Aquellas palabras hicieron que Paulina contemplará ojos en blanco y rebotando corazones contra las paredes del mercado, el rostro de aquel que había pronunciado los seis mandamientos de las verdades a medias. Después, sus manos de viuda negra, dibujaron un nuevo rostro para Urelio; uno suave, de rasgos aniñados y boca grande y jugosa, de grosella.
A él no le importó; era hermoso ser dibujado a carboncillo por primera vez.
Cerró el abasto y la existencia se blindó en torno a la polarizada luz de las veintiuna horas.
Y surgió el primer beso como un endecasílabo sin lengua; quedo y simultáneo, de vísceras y sabor a vidrio limpio.
Todo acabó y empezó antes de haber existido.
La nimiedad nunca fue tan grande.