Las campanas, doblaron por todos los homínidos desde hace tres millones y medio de años, y también por los homo sapiens sin nombre que arrastraron la tradición de su anónima estampa, aquellos primeros cazadores que se integraban en el cosmos sin solución de continuidad, unidos al espacio y al tiempo y a los demás seres. Prosiguieron doblando las campanas de la prehistoria por ellos y por su descendencia. Morían uno tras otro luchando como soldados frente al reino animal y frente a la titánica evolución, que decantaba el tiempo de cada cual con un destino de muerte temprana. Las garras de la muerte han ido cincelando el prototipo humano cada generación, cada año, cada milenio, pues nuestro cuerpo es una estalactita de carne y hueso… Sin embargo, ellos, los prehistóricos, aún estaban en el paraíso. Creo, no sé si con acierto, que el paraíso se mantuvo vivo mientras el hombre no fue consciente de estar separado de la naturaleza. En su poemario “Tríptico Romano”, el Papa Juan Pablo II canta que el hombre pecó originalmente cuando atravesó el umbral del asombro, sintiéndose separado y superior a la naturaleza. Me llamó mucho la atención entonces, cuando lo leí, que para este hombre de religión, el pecado no naciera de la manzana prohibida, sino de esta soberbia nuestra de vernos superiores (ruge el volcán de la Palma…). Un Papa, no obstante, es un iniciado en los misterios. Ve más allá de la apariencia.
En mi opinión, el paraíso duró toda la prehistoria, hasta que el hombre perdió la inocencia. Durante la historia, las campanas han seguido doblando por nosotros, pero desde entonces ya no hemos sido inocentes. Nuestro pecado original anida en la soberbia de escribirnos y relatar nuestra vida como si fuera más trascendente que la de los demás habitantes del planeta. Nadie pregunta por quién doblan las campanas de los demás seres vivos que conforman el reino animal cuando, ellos también, caen en combate. Desde que el hombre perdió su autenticidad, solo la gloria y el poder determinan quien nace para la historia o quien sucumbe para el olvido, y en ese trance, el nombre de los hombres, valga decirlo así, su importancia, determina si podemos sentirnos interesados por las campanas que, un día, primero de la eternidad, redoblan por él. Doblaron por hombres insignes. Filósofos, emperadores y reyes, científicos, y por santos que dieron tanto que sus nombres se grabaron para siempre en la memoria. Buda, Jesús, Krisna, Rama, Gandhi… Hay un doblar de campanas que encumbra a un Julio César cualquiera y otro que dobla recordándonos que no llegamos muy lejos en esto de dar el trigo que predicamos. Los santos nos hacen callar cuando nos acordamos de la muerte. Ni Alejandro Magno le hubiera podido decir algo serio a Gandhi.
Somos todas las muertes pasadas que nos conforman, incluidas las de los mayores diablos que han pasado por el mundo. De modo que no preguntes por quién doblan las campanas cuando alguien muere, pues siempre doblan por ti. Lo decía Jhon Done, por quien también doblaron algún tiempo después de decirlo. No obstante, hagamos una síntesis. Hoy, día uno de noviembre, melancólico y otoñal, un día de buena temperatura mediterránea, doblan por mi padre y por mis abuelos, que son las muertes próximas con eco de campanas al fondo que más me importan. Las otras, aunque no soy Jhon Done, también me importan, pero no tanto.