TIROS AL AIRE…

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Las guerras no comienzan cuando se lanza la primera bomba, lo hacen mucho antes, en el acto de recargar un tambor de balas, en realidad, empiezan cuando se quiere alcanzar el final en el menor tiempo posible.

 

Le observa de reojo, mientras le ve comer como los pavos sin apartar los ojos de la televisión ni un segundo. Sin haber escuchado su voz durante toda la cena salvo para decirle: «Cada día comes menos, te vas a morir consumida». Así, sin preocupación, solo sentenciando, como si fuera un predicador proclamando el apocalipsis de puerta en puerta.

Ahí, en el instante en que una mano cae sobre su muslo y siente su peso como una lápida, en ese momento, el estómago le arde y la ira le cierra la garganta. Los cojines del sofá se convierten en pasos fronterizos y la cama se divide en dos trincheras.

Sin previo aviso, sin una declaración, llega ese día, en el que simplemente no lo quiere cerca. Ese es el primer aviso, atronador como una alarma de emergencia, el que anuncia que algo no va bien, que tiene que ponerse bajo cubierto y solo corre, sin ni siquiera saber hacia dónde. Se agacha, se encoge y esconde la cabeza entre las rodillas para no ver, o peor aún, se lanza como un proyectil a otros brazos, buscando una solución que nunca viene de fuera. Entre zancada y zancada se agota hasta que llega la noche y tacha el día en el calendario, «otro más que ha pasado» se dice, como si fuera un triunfo el mayor de sus fracasos.

A veces, se reconcilia con la costumbre, hace un guiño a la rutina y comparte una copa de vino o alguna inquietud cotidiana, y aunque sabe que es un cierre en falso y va a volver a supurar en cualquier momento, se relaja, cierra los ojos, deja que la bese, incluso devuelve las caricias, no por ganas, más bien por equilibrar, necesita que el saldo se mantenga a cero. Lo que ocurre tras el telón bajado de sus pestañas solo ella lo sabe, nada tiene que ver con esas manos o con ese olor a sexo tan universal, pero que nunca es el mismo.

Después, media vuelta, cada uno hacia su pared, con los pensamientos rebotando en vete a saber dónde y esa alambrada electrificada e invisible vuelve a dividirlos.

Las guerras frías dejan muchos muertos, no solo de pan vive el hombre, también de sentimientos tamizados, cribados y filtrados por los ojos del otro. Solo cuando no existe ese «otro» cómplice es cuando las emociones se estancan, se enfangan hasta hundirse.

Él grita y echa en cara, siempre ha sido así, se defiende atacando y en la réplica no reconoce su propia respuesta. Olvida, niega haberlo dicho o lo justifica afirmando que no iba en serio, que no lo sentía así. Entonces es cuando ella piensa que las personas que se jactan de tener memoria selectiva son unos desgraciados que sonríen todo el tiempo, aun cuando lloran.

No son buena gente los que no recuerdan sus errores ni piden ser perdonados, los que se limpian la barbilla siempre con una servilleta de hilo, esas personas no son de fiar.

Es en ese detalle textil donde se multiplican exponencialmente todas las diferencias. Cuando ambos retiran los restos de comida de la comisura, ella con un pedazo de papel blanco, él con uno de los seis rectángulos de la mantelería del ajuar; eso y una cubertería sin estrenar son los restos de aquellos planes de futuro que ya entonces, con el azahar desmayado en la cintura, sospechaba que no estaba del todo claro que fuera la muerte la que viniera a separarlos.

 

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