Era bastante emocionante ver, como los gorriones del parque, se peleaban por unas miguitas de pan duro.
Siempre me sentaba en el mismo banco, uno bastante viejo, con la madera ya de color gris debido al paso del tiempo y a la falta de una buena mano de barniz que nunca llegó.
Pasaba allí las horas muertas; invierno, verano…era lo mismo. El banco y yo formábamos el Club de los Inmóviles; todo giraba y se retorcía a nuestro alrededor; la vida y su muerte, los perros pequeños, niños chicos con la boca llena de tierra, madres ejerciendo de sargento… y esos gorriones pendencieros, gladiadores de pan duro.
En realidad formábamos un buen equipo: él anclaba la no vida al suelo, evitando que mi cerebro de ansiolíticos saltara por los aires; y yo, sentándome sobre sus dos metros de pino muerto, creaba un universo que sólo los dos podíamos percibir, gorriones incluídos, por supuesto.