Me dice el psicólogo que escriba todo lo que me pase por la cabeza, todos los días, que siga como un diario, un cuaderno de bitácora. Esa debe ser la técnica estrella de esos «profesionales del alma». Así les llama mi amiga Ana, a base de redacciones la trató el suyo.
─Debes ir, solo probar a ver qué tal ─me dijo una tarde, muy seria, mientras cogía mis manos.─ Ha sido lo mejor que he hecho en mucho tiempo y oye, que solo consistía en escribir lo que fuera escupiendo. ¡Qué razón tenía! Tenemos mucha porquería dentro y solo hay que sacudirse para sacarla. Mano de santo, chica. Empecé cuando la ruptura con Roberto, por ser lo último, ya sabes, bueno, ¿¡qué te voy a contar a ti que no sepas!?, si fuiste mi paño de lágrimas todo ese tiempo. Por eso ahora yo quiero ayudarte, y vamos a salir juntas de esto.
«Manos de santo iban a ser las mías si no escapaban de las suyas, pero de santo corrupto, no como Santa Teresa ni su brazo. Intenté soltarme, me sudaban, y no hay cosa que más asco me dé en la vida que unas manos mojadas por otras, me horroriza esa sensación de compartir fluidos que son míos, de regalar intimidad, de mostrar los miedos… Y que no, que no me gusta que me toquen porque sí.
De repente, sentí como un calor asfixiante me subía por el cuello, y unas ganas incontenibles de estamparle toda la humedad en la cara… Así, los cinco dedos marcados, para que se callara de una vez».
─Te ayudan a pegar los pedazos cuando te rompes en fragmentos, cuando sientes el corazón roto. ─Ella continuaba con su sermón sanador.
« ¿Corazón roto? ¡Mis cojones! Rotos tenía yo los riñones de coger a los gemelos en brazos durante sus dos primeros años de vida, que mira que me han salido vagos los desgraciados. Además, por efecto simpatía, que uno no andaba, el otro tampoco, que uno no quería puré de verduras, el hermano lo mismo. Y para qué hablar de Paco, muy bien mandao, eso sí, pero oye, que de él no ha salido nunca nada por propia voluntad, ni un «no» siquiera. La desgana de mis hijos la han sacado de su puñetero padre. «Paco, recoge a los niños del colegio, que hoy tengo reunión«. «No olvides que cumple años tu madre, y que el viernes hay que llevar a Jaime a la revisión de la alergia». «Deja de comer grasa que tienes el colesterol por las nubes. Y los análisis ¿Cuánto tiempo hace que no te los haces?…»
Así toda la vida, pendiente de todos, y ni un minuto me ha quedado para preocuparme de crisis existenciales ni otras zarandajas. No como ahora, que desde que cerró la empresa y con los niños independizados, los días son semanas.
Ana tenía razón, es una pesada, pero la tenía. Mira que la quiero, pero es muy pelma, y ahora, que parece que se ha comido a Jorge Bucay, más todavía. Ha pasado del llanto a la felicidad como forma de vida. Y ni antes entendía que yo no llorara y ahora no entiende que no me ría. Así vamos».
─Hazme caso, después de rellenar hojas y hojas poniendo a parir a Roberto, me di cuenta de que el problema no era él, nunca lo había sido, no, la causante de todas mis penurias era Emma, te acuerdas, sí, te he hablado de ella, esa niña que me llamaba gorda en el colegio. De repente, una noche, sin venir a cuento, me desperté pensando en ella. Fíjate, después de cuarenta años aparece en mi cabeza. Chica, me levanté, cogí un boli, una hoja y venga… Todo lo que no le dije en el pasado empezó a brotar «A mí no me llama gorda ni mi padre…» comencé a escribir. La volví a ver frente a mí con su coleta rubia, atada con un lazo distinto cada día de la semana, siempre de raso, eso sí. Esos ojos azules tan poco de fiar, un poco de muñeca, casi transparentes como dos canicas. Y yo ahí quieta, mirándola mientras me insultaba, sin poder moverme. Y no porque entonces tuviera el culo como una plaza de toros, ni porque fuera con los hombros combados siempre como un gorila, que parecía que llevaba la vida a rastras… No, era por miedo. A hacerme más visible si me movía, a que me humillara todavía más… «Prefiero estar gorda que ser una persona horrible como tú, que acabarás sola, ¡mala persona!…». Y muchas más cosas escribí esa noche, no te imaginas las barbaridades que la llamé.
»Después, cuando me dolió la muñeca de tanto insultar, volví a la cama y dormí de un tirón, como hacía siglos que no lo hacía. Me levanté deseando que llegara la próxima consulta para contárselo a Adrián, para que viera cómo había avanzado.
«Ana llama al psicólogo por su nombre, como si fueran amigos de siempre, olvida que esa “amistad” le cuesta sesenta euros cada semana desde hace casi un año, y que ha pasado de su dependencia por Roberto, a otra hacia Adrián, solo que esta última le sale un poco más cara, pero es menos dolorosa.
Cuando por fin conseguí tener las dos manos secándose al sol, ante la sonrisa expectante de mi amiga, le dije: Iré, te lo prometo.
En parte porque sabía que así me dejaría en paz y no continuaría jugando al psicoanálisis conmigo, y además, tenía razón, algo no funcionaba dentro de mí, tanta ira, esta pena, ese ansia… no me reconocía».
Y aquí estoy, donde nunca imaginé que acabaría, en la sala de espera frente a la puerta de un «remendador de almas». A mi izquierda, separado por dos asientos, un chaval que no tendrá más de treinta. Los dos estamos esperando, él a una señor que está dentro de la consulta, yo a que llegue mi turno.
Así, desde hace mes y medio, todos los jueves, el tiempo que llevo haciendo terapia con Jorge, un encanto, por cierto. Como una malva estoy, tranquila, tranquila, y todo sin escribir una palabra sobre mi infancia miope.
El muchacho, que aguarda al que debe ser su padre, no deja de observarme de reojo, le debe avergonzar que le descubra escuchándome. Pero a mí me da igual, lo que piense y lo que oiga, yo no escribo, no soy Ana ni falta que me hace, mis miserias no van a quedar estampadas en un papel. Todavía no he descubierto de donde sale mi rabia, toda esta frustración, pero el teléfono no se queja por los gritos ni los insultos que dejo en mis grabaciones, y el chaval que me acompaña en cada espera, tampoco.
Un artículo claro, bueno y directo
Muchas gracias, Javier.
Un abrazo