TENGO UNA BALDOSA DE MÁS DE MIL AÑOS Y UN ALMA VIEJA Y ROBUSTA. ELLOS SÓLO TIENEN UN VOLKSWAGEN ARTEON

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He cruzado el país de nuevo —lo hago a menudo— realizando un viaje fantástico por carretera cuya trascendencia, sin yo saberlo, no estaba en el final sino en un punto intermedio, muy cerca del Burgo de Osma, provincia de Soria, entre el Mediterráneo occidental de Castellón y el norte asturiano de Llanes. Y eso que, además, he tenido que parar en Reinosa, ya en Cantabria, para defender en juicio a un cliente, y esa se antojaba, a priori, una de las cosas más importantes de un itinerario muy variado durante el que he sentido el pálpito casi estival de la geografía a través de carreteras muy poco transitadas, acostumbrándome, por otra parte, una vez más, a  que un misterioso Volkswagen Arteon negro haga acto de presencia para marcar su territorio frente a mí, algo que, ya por seguridad, suelo comunicar a varias personas de mi en torno cuando se produce.  He tenido entonces una experiencia llena de matices que, sin embargo, hoy tenía su final y su sentido en la provincia de Soria. Ni siquiera el Arteon de costumbre, ese que me sigue, importaba mucho.

A veces, el final del viaje está en el medio, lo cual acaece cuando se cierne en él el peso específico de lo extraordinario, aquello que lleva el destino de permanecer imborrable. Desde la mitad aproximada del recorrido, he traído en el maletero una baldosa de más de mil años hecha a mano por alguien que trabajó en la construcción de la ermita templaria del Cañón Del Río Lobos, un parque natural precioso y mistérico rebosante del hechizo de las constelaciones sobre la vida terrena. Me la ha regalado un buen amigo que estaba en el medio de este último viaje y al que he visitado por un impulso de ultimísimo momento. Tras la restauración de la ermita, el párroco que la custodiaba donó a mi amigo Carlos todas esas baldosas milenarias. Yo me he llevado una de ellas después de tomarme un café, una magdalena, dos higos dulcísimos y una breva en orujo. Todo hecho por él.  Mi amigo fabrica chocolate y es un experto en dulces. La ermita templaria del cañón del río Lobos, por su parte, tiene la particularidad de que es el punto central de una Tau gigante. Equidista de Finisterre y de Creus los mismos kilómetros y metros. Y eso no es casual. Tiene un propósito y un sentido esotérico.

La energía acumulada sobre esta baldosa a lo largo de los siglos, me refiero no sólo a la cósmica derivada de la exposición  del templo a las fuerzas de la naturaleza y de los astros, sino a la telúrica y a la humana que se ha ido recogiendo y reteniendo secularmente, es tan grande que creo que soy afortunado por este regalo que a su vez era el destino de un viaje cuyo fin, lo que son las cosas, parecía —sólo lo parecía — estar donde siempre.

Algunos hermanos y otros que no lo son, suelen decirme que he sido un templario en otras vidas. Es decir, un guerrero místico. No sé si ha sido así o simplemente lo parezco, pero, a partir de hoy, llevo una baldosa templaria de más de mil años en el maletero de mi coche. Carlos París, que parece un monje, vive solo en el campo, en una casa prefabricada puesta en un erial de ocho mil metros cuadrados con un estanque rodeado de chopos y un manantial de agua fresca. Hubo un tiempo en que pensé que yo era moderno y que estaba legitimado para reivindicar todo como si no tuviera freno ni pasado (les pasa a los jóvenes de hoy, pues la historia se repite). Sin embargo, sólo inicias el camino de la sabiduría cuando eres consciente del largo y profundo pasado que arrastra contigo tu alma. De tan importante y significada cosa sólo eres sabedor  cuando te notas capaz de soportarlo todo y cuando la memoria de tu sufrimiento florece recordándote majestuoso en  las luchas que libraste antes. Los pilares fuertes están destinados para soportar las cargas. A lo largo de la existencia, vas notando esa dimensión interior que te hace percibir que lo que eres ya lo eras y sigue siendo y seguirá formando parte de ti y del todo a pesar del presente inmediato y de las cosas contingentes. La sociedad moderna ha cometido la equivocación de reivindicar el presente como se invoca al aire o como cuando brindamos al sol, pero todo lo que nos rodea deviene un torrente de pasado que, sólo porque refulge, se parece nacido de hace un momento. Los guerreros somos solitarios no porque no nos guste la compañía, sino porque gustamos tomar baños de estrellas y polvo cósmico de ese que está por todas partes, y porque hemos pasado por tantas luchas y hemos sentido tanto, que llega un momento que somos conscientes de nuestra antigüedad y de la necesidad de refugiarnos en claros de bosque. Digamos que somos jóvenes pero clásicos, una minúscula parte muy fuerte del cosmos. Ahora que no nos oye nadie se lo digo a los del Arteon, un coche de los que no se ven casi nunca y que yo me encuentro, sin embargo, en cada viaje significado que hago. Yo no tengo un Arteon con un espía dentro que monitoriza mi movimiento, pero sí tengo el privilegio de llevar conmigo una baldosa de mil años procedente de una ermita templaria que al parecer me representa, y me recuerda que la fortaleza está dentro de nosotros y no en las carcasas o en las apariencias. Mi amigo, el monje que fabrica chocolate, es posible que también haya sido templario y que ahora tenga la misión de repartir la baldosas milenarias a todos aquellos que lleguemos a este destino suyo sin saber que una de esas baldosas nos debía ser entregada como símbolo y credencial de la profunda vida que llevamos dentro y de la misión de mantener la dignidad de la vida humana frente a los que pretenden derribarla. Sea.

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