Fue en abril de ese año que quiero olvidar, durante la cuarentena forzosa. Me gustaría decir que se fue por el virus porque su sufrimiento hubiera sido más corto, pero no, eran varios los años de padecimiento, he perdido la cuenta, más de un lustro, eso seguro, ya que recuerdo su empatía con quienes acamparon en Sol por la igualdad y la justicia social. Seguro que de estar todavía aquí, hubiese luchado ahora contra la curva ascendente de los precios de la luz, consecuencia, en parte, de aquellas puertas giratorias que todavía giran por la querencia de los políticos a la buena vida, durante y después de dejar sus cargos; aunque su vitalidad ya estaba muy mermada cuando se fue, en ese fatídico mes, sola en una habitación fría de hospital, con el único calor de algunas enfermeras cariñosas y con vocación, como colofón de una interminable peregrinación por clínicas para aligerar sus casi trecientos kilos de peso.
La conocí en una de esas consultas a esos médicos milagro, buscando información para también solventar mis recientes tres cifras de peso.
No había ambulancias adaptadas a su mal. La bajaron de una furgoneta negra, con lunas tintadas y unas grandes colchonetas en su interior, donde había sufrido medio tumbada un largo viaje de seis agotadoras horas, con una mascarilla de oxígeno para ayudarla a respirar en esa incómoda postura. Sudorosa, extenuada, con apenas un hilo de voz, suficiente para agradecer a los voluntariosos y predispuestos trabajadores de la clínica su traslado al interior, por una estrecha vía de acceso a través de una zona ajardinada, y sin una grúa para sostenerla, sólo sus pesadas y torpes piernas y los brazos insuficientes quienes, a duras penas, la mantenían en pie.
“Sin medios, siempre sin medios”. «Una clínica de adelgazamiento no adaptada para gordos», es lo mismo que un hospital sin quirófanos», con una risa involuntaria se quejaba amablemente en aquella angosta sala de espera, con sillas rígidas tampoco pensadas para quienes tenemos sobrepeso, en la que coincidimos, sin apenas ventilación.
Fue una espera de apenas treinta minutos, cortos para mi, pero para ella interminables, como se le hacía todo lo que no fuese estar tumbada en la cama especial de su casa. Suficientes para darme cuenta de su enorme sufrimiento y la falta de empatía de una sociedad de apariencias, impersonal, con la desfachatez de apuntar con el dedo al diferente, de reírse de los gordos, a la vez de una compasión fingida desde la superioridad de esos metrosexuales de gimnasio o de las niñas a punto de la anorexia, con el «osea» continuo intercalado en cada frase frívola que le sale de su boca. La otra cara de la misma moneda.
De símbolo de belleza de las «Venus de Milo» de Alejandro de Antioquía, «Las Tres Gracias» de Rubens o «Las Gordas» del actual Botero, a la frivolidad y mofa que me recuerda a aquella gorda barbuda exhibida en una caseta de feria, que provocó mi llanto con apenas seis años. ¡Que ruin y despreciable espectáculo!
Se les recrimina, con un juicio carente de la mínima empatía, de su enorme ingesta, de su falta de ejercicio, de la placentera vida que les ha llevado a esa situación, como si el comer con bulimia fuese un placer en lugar de una necesidad, un desequilibrio para el que se necesita ayuda, a veces inexistente, en determinados grados avanzados de la enfermedad o que no se sabe buscar o no se encuentran fácilmente. Además, ¿quienes somos los demás para juzgar, cuando vivimos en un mundo de culto al placer y a la mejor imagen?
No se lo que me unió a ella, tal vez la desesperación de las dietas frustradas, el mismo destino en otra fría sala de hospital, o lo más importante, una persona que se aferraba a la vida buscando soluciones milagrosas que evitaran su inminente muerte, pero con una gran humanidad. ¡Qué más da el motivo!, la conocí, y para mí fue un regalo de la vida.
Adiós Rosa, me conquistaste con tu belleza, un ser espiritual atrapado en una existencia humana temporal, grande, sí; quizá para albergar ese alma tan inconmensurablemente bella como el de ese arte rememorado de gordas desnudas, demandando una ayuda que nadie le supimos dar, invisible para muchos, tan sólo visible para la burla.