Hace más de cuarenta años que Pujol se hizo cargo de la presidencia de la Generalitat. Un período de tiempo que supera la duración de la dictadura de Franco. El tiempo transcurrido siempre nos ofrece, de forma inexorable, nuevas perspectivas. Pujol formó un gobierno monocolor con 43 escaños y el 28 por ciento de los votos de las urnas. Fue investido el 24 de abril de 1980. Tarradellas, que representó al Presidente del Gobierno, cedió a la presión de Pujol para que no concluyera su intervención con su clásico: Visca Espanya! De lo cual se arrepentiría, según parece, amargamente; fue incomprensible. Ya en su discurso a los diputados de la Cámara autonómica, Pujol dejó las cosas clarísimas: “Si ustedes nos votan, votarán un programa nacionalista, un gobierno nacionalista y un presidente nacionalista. Votarán una determinación: construir un país, el nuestro. Votarán la voluntad de defender un país, el nuestro, que es un país agredido en su identidad”.
Pujol había recabado potentísimos apoyos económicos y sociales no por su proyecto, sino por creerle el mejor dique de contención a un gobierno socialcomunista; el miedo a los ‘rojos’ explica su fuerza inicial.
Francesc de Carreras lo ha calificado de pillo y turbio para conseguir sus fines, un integrista inteligente. Recalca que “utilizaba lenguajes distintos según el público”. Con habilidad y tenacidad impuso una Cataluña obsesionada por la identidad y consiguió someter a todas las instituciones de la sociedad civil; con la ayuda de mil y una complicidades y omisiones clamorosas. Su programa 2.000 llevaba marcado el sello del ‘procés’ y del ‘derecho a decidir’, “una creación catalana, sin precedentes en el mundo” para enredar con el inexistente derecho de autodeterminación. Se coló así lo que el eurodiputado Jordi Cañas calificó en su día de ‘derecho a dividir’.
En el ensayo ‘Los catalanes en la Transición’ (que cierra el libro ‘Catalanes en la Historia de España’ que han inspirado los historiadores Ricardo García Cárcel y María Ángeles Pérez Samper), el profesor De Carreras evoca aquel primer discurso de Pujol como presidente y -con la perspectiva de hoy- diagnostica que: “De ciudadanos de Cataluña estábamos en trance de empezar a ser súbditos de una nación que se iba a edificar sobre las bases de una inventada identidad colectiva”.
Por mi parte, entiendo que el asunto que hoy importa es cómo reconducir la dinámica catalana; con qué ideas y con qué acciones. La siempre ufana izquierda catalana padece graves contradicciones internas. Sus dirigentes, cuando no andan acomplejados ante el discurso nacionalista están convencidos e impregnados de éste. La idea de que Cataluña es un coto exclusivo se acepta de forma natural. Expresan opiniones binarias y siempre prefieren pactar con ERC, y con cualquiera de las variantes de la troceada CiU, que con Cs (su auténtica bestia negra); ya sea en alcaldías y diputaciones o ya en la Generalitat…
Los publicistas de Pujol lanzaron al aire la ‘idea fuerza’ del sucursalismo, como etiqueta que ‘desautorizaba’ de forma automática a los no nacionalistas. Y tuvieron éxito. Ahora ya ni se menciona, no hace falta. Fue consentida y cumplió su cometido. Para entrever la transición al pujolismo, analicemos el plancton del tardofranquismo en Cataluña.
Francesc de Carreras militaba esos años en el PSUC y dice que “los que eran eficaces en el antifranquismo no lo fueron en la política democrática, y los que fueron poco activos en esta etapa de la dictadura se convirtieron en grandes políticos”. Desde los años 60, la persecución de los antifranquistas fue mucho más intensa en Madrid que en Barcelona, la cual tenía dos centros de poder: el gobernador civil y el capitán general. Comisiones Obreras se fundó en Barcelona, en 1964 y la Assemblea de Catalunya fue presentada en 1971, haciéndose la vista gorda. “El miedo, base de todas las dictaduras había empezado a desvanecerse, comenzaba el deshielo”, puntualiza el jurista. También recuerda que tras el encierro en el Paraninfo de la UB, en 1957, la Facultad de Derecho fue trasladada a la Diagonal, su ubicación actual: No había ni un retrato de Franco, en ninguna dependencia. Algo impensable en la de Madrid, sometido a un control muy superior.
El nacionalismo oculta que Madrid resistió a las tropas franquistas más que Barcelona, oculta los innumerables apoyos que Franco recibió en Cataluña y engaña al repetir que la Guerra Civil fue una guerra contra Cataluña. Pero ya avanzada la dictadura, había más franquistas disimulados en la Ciudad Condal que en la Capital de España; los disimulados son los que en privado decían una cosa y en público otra. ¿Hay ahora más ‘nacionalistas’ disimulados en Barcelona que en Madrid? ¿Dónde hay más miedo a desentonar, a quedar aislado de consideración y de respeto? ¿Se desea dar la vuelta a esta situación y restablecer la realidad? ¿Quiénes lo querrán de verdad?