Estos días, Adolfo Suárez habría cumplido 88 años de edad. Siempre hay un motivo para recordarle con gratitud. A su muerte, hace seis años, Javier Marías glosó su figura y escribió que era: “alguien que no se arredraba, que no estaba dispuesto a que lo avasallaran ni pisotearan; sí, en cambio, a que lo convencieran”. Parece ser el sino melancólico de todo español de valía: ser reconocido cuando ha quedado desactivado o dejado de respirar. Proseguía Marías señalando que fue: “Una figura que trajo esperanza, considerable optimismo y suscitó mucha simpatía. Si en algo se distinguió Suárez fue en que, por primera vez en muchísimos años, un gobernante español no inspiraba miedo. Siempre pareció razonable y alejado de todo autoritarismo; es más, como venía del franquismo –pero en nada se asemejaba a éste-, procuró ser todo lo contrario de lo que lo había precedido: respetuoso, conciliador, dialogante, sonriente y cordial, atento y persuasivo”.
Santiago Carrillo destacaba que Adolfo Suárez era hijo y nieto de militantes de Izquierda Republicana -el partido de Azaña- y que gracias a carecer de lastre totalitario, procedió con naturalidad a enterrar el franquismo y se movió por los corredores de la nueva democracia “como si ésa hubiera sido la vocación de toda su vida”. El 27 de febrero de 1977, ambos conversaron a solas unas seis horas. El legendario dirigente del PCE escribió que se persuadió de que Suárez y el rey buscaban desembocar claramente en un sistema democrático: “En ningún momento me dijo Suárez: ‘Usted tiene que comprometerse a cumplir tales y cuales condiciones para lograr su legalización’. De haberlo hecho el acuerdo hubiera sido muy difícil, y ni él ni yo éramos tan torpes como para proceder así”.
Carrillo evocaba la imagen de un Adolfo Suárez “sereno y digno, que permaneció en su puesto, sin humillarse, cuando crepitaban las metralletas y pareció que el pasado podía volver”. Con igual dignidad, Suárez asumió su posterior ostracismo. Y proseguía Carrillo, en 2012: “de sus labios no ha salido una palabra de reproche para quienes le abandonaron y sí muchas de comprensión y de apoyo para quienes no se comportaron igual con él. Hoy todos reconocen sus méritos, por lo menos de labios afuera”. Es verdad lo que decía, excepción hecha de separatistas y podemitas.
Un joven consultor político, José Luis Sanchis, anotó para Suárez aspectos positivos de su imagen: líder, buen negociador, audaz, prestigio internacional, atractivo personal. Pero también negativos: improvisador, hermético, ambiguo, oportunista y ambicioso. Aunque pudiera llegar a mostrarse crispado y nervioso, el consultor veía al presidente como un hombre de fácil acceso.
Destacaba la buena impresión que Suárez dejó tras un coloquio en el Consejo de Europa: “Su actitud absolutamente resolutiva, natural, abierta, de estilo moderno y ágil, con una cierta dosis de gallardía que el pueblo español valora especialmente, provocaron orgullo sobre el factor emocional de victoria en campo extranjero”.
Sanchis analizó también las consignas del PSOE para derechizar a UCD: Apoyar a Landelino y Herrero de Miñón, santificar a Fernández Ordóñez y no considerar satisfactorio a ninguno de los tres. Se buscaba que la expresión de algunas posturas ‘no ideológicas’ (España, política exterior o represión del terrorismo), obligase a UCD a “replegarse sobre su derecha para mantener las distancias ante el electorado”.
Hoy como ayer, tengo claro lo necesario que es para los españoles disponer de un partido de centro progresista que sea fuerte y sólido. ¿Importa que algunos le llamen ‘bisagra’, con desdén? No si se advierte que es un desprecio francamente ridículo y que oculta un afán extremista para que perdamos toda esperanza en el porvenir, lo cual sí es irremediablemente desconsolador.