Dice el gran novelista que no debemos realizar arte a partir de la tragedia humana, porque el dolor humano es inefable. Pues nada, a ver comedias de Gracita Morales.
En su último artículo semanal “Donde no llega la ficción” (incluyo el enlace aunque les advierto que es solo para suscriptores), Antonio Muñoz Molina ha expuesto un planteamiento que me resulta contradictorio, viniendo como viene de un artista consagrado, destacado integrante de la raquítica intelligentsia de este país y referente moral, al menos para mí. Tentado estuve de dedicarle un comentario en la sección correspondiente de la edición digital del periódico, pero eso es como adentrarse en la jaula de los leones: una especie de antesala del apocalipsis caníbal que es esa red social innombrable (ya saben, la que pertenece a ese señor que inunda el cielo de satélites sin que la Corte Penal Internacional le ponga el guante encima). Tampoco se trata de construir aquí un argumento ad hominem (lo más seguro es que el bueno de don Antonio jamás llegue a leer esta breve nota, que no tiene la menor connotación personal), sino de reflexionar sobre su posicionamiento ético y estético.
Dice Muñoz Molina que “hay cosas supremas que no pueden ser contadas, que no deben ser contadas”. En su opinión la literatura, el cine, el teatro no pueden abordar determinadas páginas negras de la historia (universal, nacional o local), porque el horror que produjeron, el inmenso daño humano que causaron no puede ser abarcado por las palabras, precisamente porque quienes sufrieron todo aquello ya están muertos. Y solo los muertos, convertidos a su pesar en máximos protagonistas de la tragedia, han apurado hasta la última gota el cáliz del dolor; solo ellos podrían explicarlo.
De esta forma, incluso los testimonios de los supervivientes de la Shoah son, de alguna manera, ficticios por insuficientes, porque la terrible experiencia que ellos pueden narrar se queda a las puertas del exterminio: no llegaron a traspasarlas. Las películas y novelas sobre el terrorismo vasco relativizan o en el mejor de los casos distorsionan, a través del prisma del arte, la insoportable violencia física y moral vivida por las víctimas en aquellos años de plomo. Y, finalmente, ni siquiera la tragedia de los Andes, reconstruida por J.A. Bayona en “La sociedad de la nieve”, podría ser narrada con fidelidad, pues la íntima, brutal resolución de sobrevivir que condujo a un grupo de jóvenes a comer los cadáveres de sus compañeros fallecidos, solo puede quedar en el recuerdo intransferible, único, indescriptible de los supervivientes. La “complacencia estética” que toda buena obra arte conlleva se le hace insoportable a Muñoz Molina para estos casos. ¿Qué nos queda entonces? El documental. La realidad lo menos manipulada posible, el testimonio directo, aunque sesgado, de quienes vivieron de cerca lo ocurrido. Hagan la lista de las películas y libros que deben arrojar a la basura del olvido. A mí se me hace interminable.
El arte debe, pues, claudicar ante lo inefable, ante lo indescriptible, so pena de mancillar una verdad imposible de ser contada. El arte tiene, en una palabra, que rendirse ante la realidad. Un momento, un momento, que me he perdido. ¿Qué es el arte, entonces? Se diría que el autor de Plenilunio (para mí la mejor novela de Muñoz Molina, en la que, por cierto, en una brillante elipsis aborda el impacto del terrorismo en el País Vasco durante sus peores años) no nos deja otro espacio que el del intimismo, el costumbrismo o el del lirismo, y supongo que muchos otros ismos más o menos amables. Lo horrible es imposible de ser contado.
Valdría entonces el Galdós en sus novelas realistas madrileñas, pero no el de las guerras carlistas; la maravillosa aproximación al amor humano de Héctor Abad en “Salvo mi corazón, todo está bien”, pero no el horror de Stalingrado de “Vida y Destino”, de Grossmann. La interminable “En busca del tiempo perdido” de Proust (no, no me la he leído entera: pero usted tampoco), y no el romance entre Lara y Yuri en medio del horror helado de “Doctor Zhivago”.
Fue con ese libro, precisamente, con el que descubrí el carácter fallido de la revolución soviética, mucho mejor que con los documentales sobre los crímenes de Stalin. Fue con “La lista de Schindler” con la que pude sumergirme, llorando durante horas, en la locura del Holocausto. La lectura de “Patria”, el visionado de la serie del mismo nombre, o la honda humanidad de “Maixabel”, hicieron más por mi comprensión del espanto terrorista que todos los editoriales de los periódicos juntos. Esas obras de arte llegaron a mi corazón. A mis sentimientos más hondos como ser humano.
El arte es la máxima expresión de nuestro pensamiento simbólico. Somos la única especie animal que utiliza sus habilidades cerebrales (lingüísticas, plásticas, musicales) para compartir una visión del mundo, una emoción, un anclaje a una realidad que no comprendemos. Su origen fue seguramente religioso, mágico, en un intento, precisamente, de aprehender lo inefable, lo misterioso, de dar una respuesta a lo que nos hace humanos: la conciencia de la muerte. Inabarcable él mismo, puede tener innumerables objetivos y connotaciones, desde la denuncia social hasta la simple comedia. Uno de ellos es la catarsis, la purificación individual y colectiva ante el horror, ante el dolor o el sufrimiento extremo. Me niego a renunciar a una aproximación al mundo que, de forma irracional, a través de los sentimientos y las emociones (es decir de nuestra naturaleza más íntima) me acerca al sufrimiento de los demás.
Muñoz Molina rehusó en su día ver la entrevista que Jordi Évole hizo al despiadado criminal Josu Ternera, aduciendo razones éticas, del todo comprensibles. Yo preferí dedicarle un desprecio más burdo, pero quizás más profundo: no me interesaba lo más mínimo lo que ese tipo tenía que decir; no niego sin embargo el derecho a realizar la entrevista. Y es que, por supuesto que el arte puede equivocarse, puede banalizar lo terrible, puede tomar un camino inadecuado. Parte de nuestra educación emocional, de nuestra madurez como personas, reside en nuestra capacidad de discernirlo. El estreno de “To be or no to be”, de Ernst Lubitsch, fue recibido con aprensión en 1942, en plena II Guerra Mundial. ¿Cómo se podía bromear de aquello? Hoy es un ejemplo maravilloso de sátira equilibrada, que sabe hacernos reír y al mismo tiempo dejar en ridículo la profunda estupidez del nazismo.
Ya termino, que les aburro y el punto ya está dicho. Quizá Muñoz Molina ha sentido una conmoción estética sincera; o quizá, y lo digo con todo el respeto y admiración del mundo, comienza a experimentar el horror vacui de la página en blanco, del compromiso semanal con sus lectores. Puede que, como a tantos maestros (por ejemplo, Vargas Llosa) ya no le quede mucho más que decir, y esté a punto de entrar en el bucle del escritor consagrado atado por las obligaciones comerciales. Me gustaría equivocarme, aunque eso sería tema de otro artículo. Fíjense: yo tampoco sabía qué escribir y me han salido más de mil palabras.
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Precioso artículo, Nacho, que comparto plenamente. Tal vez, tal vez no, a lo que quiera referirse Molina, y no lo sé porque no soy suscriptor, ni pienso, es a ese arte que se utiliza para juzgar la historia desde unos parámetros éticos diferentes a los del momento de producirse, y que juzgan lo ocurrido sin tener en cuenta todos los condicionantes temporales que lo envuelven, eso que se ha dado en llamar post relato, y que me parece inaceptable. Es una delicia leer tus artículos y un orgullo compartir contigo esta publicación, y algún que otro chocolate con churros.
gracias Rafa, el placer es mutuo